domingo, 11 de mayo de 2025

El infierno de los 500 de Barajas: "Estar aquí es insoportable, les he visto meterse 'meta' y algunos llevan esvásticas tatuadas"

 ElMundo



José María y Carmen son solo algunos de los rostros que sobreviven entre el escándalo del aeropuerto madrileño, marcado por los trapicheos, la violencia y el abandono institucional


"No quiero que me vean así", dice Carmen, mientras se incorpora con esfuerzo y arrastra la pierna para apartar los restos de basura que se acumulan donde descansa. A su lado, en un bordillo de la segunda planta del Aeropuerto Adolfo Suárez-Barajas, duerme Pimba, un mestizo de 14 años que ya solo puede ovillarse sobre sí mismo, rendido por el cansancio.

Viven en la T4. Sobre el suelo pulido de la puerta de entrada aérea más grande del país, compartiendo baldosas con otros desconocidos a los que apenas separa una manta raída y una bolsa de ropa sucia. "Mi hijo se va por las noches. Trabaja cubriendo el turno de algún compañero, intentando ganar algo de dinero para sacarnos de aquí", cuenta.

Lleva meses aferrada a este rincón iluminado porque sabe que, cuando cae la noche, Barajas se transforma en un dormitorio subterráneo para 500 personas sin hogar. No hay camas, ni muros, tampoco puertas que se cierren por dentro. Solo mochilas que hacen de almohada y un puñado de historias que nadie quiere contar por miedo a ser reconocidos, por vergüenza, o simplemente porque han aprendido que, en este lugar, hablar es una forma de exponerse.

Carmen -que prefiere no dar su nombre real- es de las pocas que aún puede quedarse arriba, en la planta dónde todavía se puede ver algún turista merodeando y algunas franquicias aguantan abiertas. Un lugar que, pese a todo, conserva algo de movimiento, de luz, de humanidad. Diez metros más abajo -en uno de los accesos de la primera planta- están los otros: los conflictivos, los adictos o aquellos que no han tenido tanta suerte.

El aterrador panorama en la T4 de Barajas: crecen los 'sintecho' que duermen en el aeropuertoEL MUNDO

Allí duerme José María, de 19 años.

"Me he tenido que hacer cargo de mi familia toda la vida", dice. "Mi madre tiene una discapacidad y no piensa tan rápido como el resto". Lleva cuatro meses compartiendo suelo con ella -ecuatoriana de 63 años- y con tres pichones malteses: Keryan, Kira y Layla. Uno de los perros apenas se tiene en pie y tiene que levantarlo en brazos para que se mueva.

Terminaron en la T4 arrastrando una deuda de 7.500 euros por el alquiler, una cifra que se fue acumulando mes a mes mientras esperaban una ayuda que nunca llegó. Y al final, vino el embargo: "Veníamos solo los fines de semana, como si esto fuera algo provisional. Luego, no nos quedó otra opción que instalarnos aquí".

Ahora comparten ritmo de vida con el resto de sintechos. Suelen acostarse alrededor de las dos de la madrugada y, a las 6.50, los agentes de seguridad recorren los pasillos golpeando las barandillas con sus porras para despertarlos. "Levantarse con ese ruido metálico es muy molesto", cuenta. Después, la mayoría se desplaza hasta unas duchas públicas en Embajadores que cuestan 50 céntimos, y allí, como pueden, se lavan y limpian la ropa.

La primera noche que intentaron abrirse hueco entre el centenar de carritos rebosantes de basura, a José María lo despertó un hombre magrebí dando gritos y pegándose con otro de los indigentes. Tuvo que reducirlo, con la ayuda de un joven dominicano, para evitar que la situación fuera a mayores. Con el tiempo, la tensión no ha hecho más que aumentar, aunque los gritos, las peleas y los rastros de orina ya son parte de su rutina.

Mira alrededor y señala discretamente uno de los extremos del pasillo: "Ahí es donde se esconden los más conflictivos. Son directamente drogadictos, los he visto meterse meta y algunos llevan esvásticas tatuadas. Estar aquí y tener que compartir espacio con ellos es insoportable, pero no tenemos otro sitio al que ir. Es esto o la calle".

Cuenta que alrededor del 60% son extranjeros. Siendo los más numerosos los marroquíes, seguidos de los latinos, europeos del Este e incluso algún que otro ucraniano. "Es normal que desde fuera nos vean como un problema. Hasta yo, que soy uno de los quinientos de Barajas, me quejo de nuestro comportamiento", reconoce.

Relata que ha visto a personas manteniendo relaciones sexuales en los lavabos, trapicheos de droga, bazares clandestinos donde venden cualquier cosa que puedan conseguir, servicios de embalaje pirata y gente que se mete en problemas con los empleados por interferir en su trabajo.

No lo defiende, pero empieza a comprender la situación de muchos de sus vecinos, porque "dormir aquí te altera y te pone en alerta". De hecho, reconoce que hace tan solo un par de noches, protagonizó su primer episodio violento: "Me abalancé sobre un pasajero que estaba hablando por teléfono porque creía que nos estaba grabando. Luego me di cuenta de que me había equivocado y le pedí perdón. Me sentí muy avergonzado".

A eso de las dos de la madrugada, cinco agentes del Grupo de Intervención Aeroportuaria deambulan por la terminal. "Nosotros lo llamamos Zombieland", dice uno de ellos. "Intentan darte pena y meterte en su terreno de juego, pero prácticamente el 92% de los que están aquí tienen antecedentes penales", denuncian.

Además, comentan que "el menor de los problemas ahora mismo es que se queden durmiendo" en el aeropuerto, sino que "hagan sus necesidades en público, se roben y se apuñalen cada dos por tres".

"Es verdad que pasan estas cosas, pero no se puede generalizar", defiende José María, que en los últimos meses ha hecho piña con otro joven y con Noelia, una mujer peruana que desde que se instaló en la T4, no ha dejado de llorar. "No sé qué más hacer. Nadie me ayuda y no puedo trabajar por mi condición. Los médicos no saben qué me pasa. Están cada dos por tres sacándome líquido de la columna en el Hospital 12 de Octubre, y hasta he ido a ver a curanderos", dice, desmoronándose.

No es la única que ha dejado de creer que esto pueda cambiar. Las ayudas que al principio asomaban con cuentagotas -y que llegaron a generar alguna expectativa- han desaparecido por completo. "No sé cuánto tiempo hace que no vemos al Samur Social por aquí. Cuando estalló la situación y salió en las noticias, sí que vinieron, pero ahora ya se desentienden", comentan en voz baja algunas de las encargadas de limpieza del aeropuerto.

José María y su madre asienten. "Ni siquiera confiamos ya en ellos. Solo vinieron una vez y se llevaron a los más conflictivos. Uno se negaba a dar sus datos y pedían muchas cosas. Al final, se hartaron y se fueron. Por culpa de dos o tres, al resto ya ni nos miran".

Cuando todo falla, queda poco más que intentarlo por uno mismo. "He llegado a tal punto de desesperación que escribí una carta a Ayuso pidiendo ayuda. Nos dio algo de esperanza, pero fueron palabras vacías". Ahora, con unas cartulinas recién conseguidas, va a probar con Almeida: "Lo voy a volver a intentar. Esta vez al alcalde. No aguanto más".

Y como ellos, muchos. Tantos que ya no caben en los márgenes de lo visible. A las seis y cincuenta vuelve a amanecer entre meados el pasillo. Vuelve el ruido seco del hierro contra la barandilla. Y otra vez se levantan todos de golpe, en tropel, como un pequeño ejército vencido que se sacude el sueño del cartón y se pone en marcha sin saber muy bien hacia dónde.

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