Quizá fue por equipararse con las bellas e interesantes bibliotecas públicas de las que ya gozaban Florencia y el Vaticano, por la fiebre humanista de la época o por el gusto por el coleccionismo de Felipe II lo que llevó a este fundar su propio templo del libro ya bien entrado el siglo XVI. Para ello, el monarca decidió sentar a su mesa grandes personalidades de la época como Antonio Agustínpara configurar una gran biblioteca renacentista que ubicaría en un nuevo monasterio en construcción. Más de cuatro siglos después, las estancias repletas de libros no solo atesoran tomos de incalculable valor, sino que también albergan exposiciones, cuentan historias y curiosidades, y constituyen un museo de arte y literatura.
En su “Memorial sobre los libros y la utilidad de la librería y orden y traza que en ella se ha de tener” se intuye una gran indirecta de Juan Páez de Castro al trono. El objetivo: apremiar a la realeza a poner orden entre los numerosos ejemplares de gran valor que se repartían por catedrales, monasterios y colecciones particulares del país. Al principio se barajó Valladolid como posible ubicación, tanteando también otras ciudades universitarias, como Alcalá o Salamanca, pero Felipe II lo tenía claro, a pesar de la contrariedad que causó entre quienes trataban de asesorarle.
LA BIBLIOTECA LAURENTINA
Felipe II puso mucho cuidado en cada uno de los aspectos de este monasterio, y la Biblioteca Laurentina no fue para menos. El recinto se divide en varias estancias. La primera de ellas es el Salón Principal, que muchos llaman también Salón de Impresos o Salón de los Frescos. Sus estanterías fueron diseñadas por Juan de Herrera y sobre ellas, en su techo y las paredes libres, el artista Pellegrino Tibaldi y sus ayudantes plasmaron las siete Artes Liberales y personajes y escenas relacionadas con ellas.
Este homenaje a la Capilla Sixtina, evidente en el reto de la bóveda, de similar estructura, la división de espacios en la pintura y la formalidad del trabajo, sobrevuela los libros impresos en griego, latín, hebreo, árabe y multitud de idiomas que se disponen a lo largo de una estancia de 54 metros de largo, nueve de ancho y diez de altura. Los mármoles blancos y oscuros de las cinco mesas y las pilastras contrastan aquí con algunos instrumentos científicos expuestos, como globos terráqueos y esferas.
Iluminada por cinco ventanas y cinco balcones que se asoman al Patio de los Reyes y siete ventanas que dan a la Lonja de poniente, también cuelgan de sus paredes cuadros al óleo con los retratos del Emperador Carlos V y otros monarcas, como Felipe II, y personalidades influyentes, como Benito Arias Montano y Fray José de Sigüenza. Caminar por la sala mostrará al visitante varias curiosidades.
Los libros, dispuestos por temas y por tamaños, tienen las hojas doradas hacia afuera con el argumento de protegerlos mejor del polvo y el desgaste, algo que no dificulta su identificación, puesto que no tienen nada inscrito en sus lomos.
Entre las piezas del salón, se encuentra una esfera armilar, que representa el sistema solar según las teorías de Claudio Ptolomeo, que Fernando de Medici regaló a Felipe II.
Sobre el Salón Principal se encuentra el Salón Alto, destinado a usos académicos, y a su alrededor se articulan el Salón de Verano (donde se almacenan tomos más actuales) y el Salón de Manuscritos, de 29 metros de largo y diez de ancho, que fue la antigua ropería del monasterio y que ahora alberga los manuscritos con un índice constante de temperatura y humedad.
MÁS QUE LITERATURA
Esta biblioteca, a pesar de sus más de 40.000 ejemplares, 600 incunables y casi 4.000 manuscritos no se limitaba solo a la literatura, sino que también trataba de recopilar otros saberes a través de cualquier soporte que contribuyera al estudio y a la ciencia. Dibujos, grabados, retratos, esculturas, instrumentos, mapas, astrolabios, monedas, esferas. Todo era parte de la búsqueda del saber y del enriquecimiento cultural y académico que nobles y eruditos ansiaban como símbolo de respeto.
Los primeros libros, algunos de ellos duplicados de la colección personal de Felipe II, comenzaron a llegar en 1565. Benito Arias Montano, primer bibliotecario del lugar, fue también el responsable de catalogar los tomos y asegurar su organización sistemática, reflejo del espíritu renacentista, además de rastrear y adquirir muchos de los manuscritos que harían del salón no solo una exposición de pinturas, sino un lugar de trabajo y estudio, como él mismo solicitó al rey.
En las salas también se llevan a cabo algunas exposiciones, en las cuales se han llegado a mostrar obras como el Corán de Muley Zaydán, la Vida de Santa Teresa de Jesús, del siglo XVI o una Biblia del siglo XV. Sin embargo, muchas obras no pudieron salvarse del incendio de 1671, aunque sí que se libraron de la amenaza de la Guerra de la Independencia, trasladando los tomos a Madrid para protegerlos. Ahora, los textos están siendo digitalizados y pueden consultarse en la web de la biblioteca.
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