Cuando Constantinopla tuvo siete emperadores en menos de un año
Hoy en día nos asombramos -cada vez menos- del baile de entrenadores que se traen en muy poco tiempo algunos clubes de fútbol o de los cambios constantes de gobierno en Italia, fruto del sistema multipartidista que tienen. Pero hay precedentes en la Historia -no de entrenadores, claro, sino de mandatarios- y uno de los más llamativos, tuvo lugar en Constantinopla entre 1203 y 1204: año y medio en los que hubo hasta siete emperadores, algunos simultáneamente.
El contexto de tan curiosa situación fue la Cuarta Cruzada, convocada por el papa Inocencio III para tratar de restablecer su autoridad en Europa y, de paso, solventar el fracaso de la Tercera en el intento de liberar Jerusalén. La convocatoria del pontífice no tuvo demasiada repercusión porque coincidió con un período de enfrentamientos bélicos en el continente, así que tuvo que ser la iniciativa personal de Teobaldo de Champaña la que en el año 1199, aprovechando un gran torneo, permitiera organizar un ejército al que no se sumó ningún monarca pero sí algunos importantes señores.
Dado que la ruta normal pasaba por Constantinopla pero era muy larga, los cruzados optaron por encargar a Venecia, la gran potencia marítima del momento, una flota que les trasladara a Tierra Santa vía Egipto. El coste era elevado pero asumible entre todos y las tropas fueron reuniéndose en el Lido. Sin embargo, pronto empezaron a surgir imponderables: el primero fue la muerte de Teobaldo, el líder indiscutible, quedando el mando en manos de Bonifacio de Monferrato; el segundo, que no llegaron tantas fuerzas como se esperaba, apenas doce mil hombres; el tercero, consecuencia del anterior, que ya no se podía pagar el precio estipulado, que además iba incrementándose con el aprovisonamiento diario.
Hábilmente, el Dux propuso una forma alternativa de compensarlo: conquistar Zara (actual Zadar), ciudad croata que antaño había pertenecido a la República Serenísima pero que ahora estaba bajo control de Hungría. Al enterarse, Inocencio III montó en cólera porque la misión de los cruzados era combatir a los musulmanes, no a cristianos, y amenazó con la excomunión a quien participara en aquella campaña. Pero se impuso la realpolitik y Zara cayó, sólo que el botín obtenido seguía sin ser suficiente para afrontar la deuda con Venecia; lo de ser excomulgados quedaba en segundo término. Entonces entró en escena el joven príncipe Alejo Ángelo.
Alejo era hijo de Isaac II, emperador de Constantinopla destronado por su hermano, que también se llamaba Alejo, y quien encerró a sus familiares en un calabozo. Pero el sobrino logró fugarse y anduvo dando tumbos por Europa en busca de aliados que le ayudaran a reclamar el trono. Los cruzados eran una oportunidad de oro y se ofreció a financiarles el viaje a Tierra Santa, a aportar tropas e incluso a reunificar la Iglesia si le ayudaban a conquistar su ciudad. El Dux apoyó la propuesta con entusiasmo, seguramente recordando que la capital bizantina había estado también bajo su órbita y quizá podría volver a estarlo.
El ejército cruzado sufrió algunas deserciones y fracasó en el ataque previo a otras localidades como Calcedonia o Crisópolis; no obstante, a mediados del verano de 1203 se plantó ante Constantinopla y le puso sitio. Superar sus impresionantes murallas no parecía cosa fácil, aún con la ayuda naval veneciana, pero era más apariencia que otra cosa y tan sólo un cuerpo, la guardia varega (compuesta por guerreros escandinavos y anglosajones), ofrecía garantías. De hecho, en una batalla tras otra los bizantinos acababan retirándose hasta que Balduino de Flandes lanzó una carga en cuña que penetró en las defensas y decidió el resultado final. Alejo III huyó el 18 de julio e Isaac fue liberado de su prisión y repuesto en el trono.
Isaac asoció a su hijo al poder pero la maldición de aquella Cuarta Cruzada seguía latente, pues Alejo IV no pudo cumplir su promesa y fue incapaz de reunir ni el dinero ni las tropas prometidas, dada la inestable situación política; tampoco la Iglesia Ortodoxa se mostró dispuesta a volver al redil romano. Así que hizo una nueva propuesta: que los cruzados permanecieran en Constantinopla un año, protegiendo su reinado, y durante ese tiempo la economía se recuperaría y podría buscar recursos a base de impuestos. De nuevo el Dux le apoyó y los invasores aceptaron. Lamentablemente, no se consiguió la ansiada estabilidad porque Isaac y su hijo chocaron continuamente y de ello se aprovechó Alejo Ducas -sí otro con el mismo nombre-, al que apodaban Murzuflo, yerno del huido Alejo III que ocupaba el cargo de protovestiarios (una especie de ministro).
A principios de 1204 los emperadores estaban en su cota más baja de popularidad, tanto entre sus acreedores como entre su propio pueblo, que decidió entronizar a un tercero a la vez, un aristócrata llamado Nicolás Kannavos. Alejo IV acudió una vez más a los cruzados, pero éstos exigieron su dinero y el pueblo, indignado por las maniobras de su emperador, y adecuadamente dirigido por el citado Murzuflo, se levantó en armas y le destituyó, siendo asesinado poco después. Su padre sufriría el mismo final; Kannavos escapó, pero fue detenido y encerrado. Así se coronó el quinto emperador, el propio Murzuflo, con el nombre de Alejo V.
Su primera decisión fue prácticamente la última también: en un alarde de torpeza, ordenó marchar contra los cruzados para quitarse de encima ese problema, pero le derrotaron y en abril entraron en la ciudad sometiéndola a un saqueo brutal, uno de los más sangrientos de la Historia, donde a la hora de matar no se respetó ni el sexo ni la edad de los ciudadanos. Tampoco se libraron las iglesias, despojadas y profanadas. Aquel paroxístico desenfreno duró varios días y escandalizó a toda la cristiandad. Murzuflo logró huir y reunirse en Mosinópolis con su suegro, quien le prendió y mandó cegar antes de obligarle a suicidarse.
Como hacía falta un nuevo emperador y había que ir sobre seguro, el elegido fue uno de los líderes cruzados, Balduino de Flandes, proclamado cabeza del Imperio Latino (en recuerdo de los latinos asesinados allí en el año 1182). La tarea que le esperaba era ardua porque Constantinopla estaba en la ruina absoluta debido a que los invasores se habían repartido todo proporcionalmente para saldar deudas; para afrontar los gastos inmediatos tuvo que recurrir a profanar las tumbas de emperadores y nobles.
Consiguió capturar a Alejo III, una amenaza latente, mientras los cruzados se iban marchando: unos volvían a casa renunciando a su sueño; otros insistieron en viajar a Oriente Próximo, pese a que el Papa les había librado de su promesa. Balduino moriría un año después, luchando contra el ejército búlgaro. En cuanto a Constantinopla, nunca se recuperó de aquel salvaje saqueo y aunque el Imperio Latino terminó en 1261, su decadencia fue un reclamo para los turcos, que la conquistaron en 1453.
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