Cuando los Caballeros Hospitalarios se instalaron en el Caribe durante 14 años
Si hay algo que caracteriza a la Orden de San Juan de Jerusalén es el haber tenido que vagar de lugar en lugar en busca de un sitio fijo donde asentarse, proceso durante el cual llegaron a conocer tres continentes: en sus inicios, Asia (si consideramos así el Próximo Oriente); luego Europa (aunque fuera una isla en medio del Mediterráneo); y, he aquí lo anecdótico, también América.
Los hospitalarios estuvieron en el Nuevo Mundo, sí, aunque no hay que echar a volar la imaginación e imaginarlos en una travesía medieval precolombina, como cuenta la leyenda sobre los templarios supervivientes de la persecución desatada contra ellos. En su caso, viajaron en la segunda mitad del siglo XVII para tomar posesión de una serie de islas caribeñas que habían adquirido, aunque finalmente sólo permanecieron catorce años en aquellas tierras del otro lado del Atlántico.
En esa etapa de su Historia eran conocidos ya como Orden de Malta debido a que, como decíamos antes, tenían su sede en la isla homónima que les cedió el emperador Carlos V cuando fueron expulsados de Rodas por los otomanos; muchos lectores recordarán la anécdota del halcón maltés, que tratamos en otro artículo. Y es que esa orden, que tuvo su origen en el hospital de peregrinos fundado en Jerusalén por mercaderes amalfitanos en el año 1084, había tenido que dejar Tierra Santa tras la derrota cristiana definitiva en las Cruzadas.
Entonces los caballeros se instalaron en Chipre pero en 1310, conquistaron la citada isla de Rodas, desde donde dominaron el Mediterráneo oriental con una poderosa flota que lo mismo patrocinaba actividades de corso que traficaba con esclavos. Los que ahora eran conocidos como Caballeros de Rodas acumularon tales riquezas, engrosadas además con una parte de los bienes del disuelto Temple, que se convirtieron en un bocado demasiado apetitoso y, a la vez, una molestia para el sultán Soleimán el Magnífico, que consiguió expulsarlos en 1522 tras seis meses de asedio.
También en Malta tuvieron que enfrentarse a Soleimán, aunque esa vez lograron resistir ayudados por la flota del emperador. Sus verdaderos problemas no vendrían por la vía militar sino la económica: la Reforma Protestante se apropió de muchos de sus prioratos europeos y sus tributos, dejando a la orden con el agua al cuello. Hay que tener en cuenta el poder que hasta entonces tenía la orden, pues en 1607 el Gran Maestre había sido nombrado Príncipe del Sacro Imperio Romano Germánico y en 1630 se le igualó en dignidad a los cardenales, con lo que ello implicaba en posesiones.
Esos apuros financieros se atajaron, entre otras maneras, permitiendo que los caballeros entraran al servicio de Francia, como mercenarios en su armada, y que muchos aristócratas de ese país ingresaran en la orden, hasta el punto de que llegaron a ser mayoritarios. Por supuesto, eso provocó el recelo de otros estados, que redujeron o incluso anularon sus subvenciones a la institución, caso de Inglaterra o Bohemia (en cambio, España siguió sustentando a los caballeros), lo que no hizo sino estrechar el vínculo francés.
En esa especie de círculo vicioso, buena parte de la oficialidad naval gala se formó en la marina Hospitalaria mientras que numerosos caballeros ocuparon cargos importantes en la administración colonial, tanto en el Virreinato de Nueva Francia como en las Antillas. Ése fue el contexto para que en 1635 surgiera la posibilidad de que los hospitalarios se instalaran en las Indias Occidentales. Fue cosa de Isaac de Razilly, un noble que había ingresado en la orden con dieciocho años, aprendiendo en ella el oficio de marino.
Razilly había vivido mil y un aventuras en Brasil y Marruecos, además de combatir contra los hugonotes en La Rochelle (donde perdió un ojo) y ser un firme defensor de la expansión comercial francesa por otros continentes, algo que incluso plasmó en un memorial que presentó al cardenal Richelieu. Convencido, el famoso ministro le encargó la colonización de Acadia, nombre genérico dado a parte de las colonias francesas de lo que hoy es Canadá y que incluían las actuales Nueva Escocia, Nuevo Brunswick, Isla del Príncipe Eduardo, Gaspesia y una pequeña porción de Terranova.
Para cumplir esa misión, Razilly, nombrado teniente general, fundó una compañía conocida como Razilly-Condonnier que se asoció a la Compagnie de la Nouvelle France para fletar los barcos de la expedición. Tuvieron éxito y expulsaron a los ingleses. Desde esa posición de fuerza, en 1635 Razilly propuso a Antoine de Paule, Gran Maestre de la Orden de San Juan, que los hospitalarios establecieran un priorato en Acadia. Paule rechazó el ofrecimiento pero estaba sembrada la idea y su sucesor, Giovanni Paolo Lascaris, se mostró más receptivo.
Lo cierto es que no sólo insistía Razilly. Otros caballeros con cargos en la administración como Aymar Chaste y Charles de Montmagny también secundaban la iniciativa. De hecho, el primero se adelantó varias décadas. Había sido almirante, veterano de las guerras contra los españoles (fue derrotado en Terceira, Azores, por Álvaro de Bazán) y miembro de la expedición de Samuel Champlain al San Lorenzo; en 1602 fue nombrado virrey en aquellas latitudes y dirigía una compañía de comercio de pieles cuando murió al año siguiente.
En cuanto a Montmagny, en 1636 se convirtió en el primer gobernador de Nueva Francia (Champlain nunca tuvo ese cargo) y como caballero hospitalario apoyó el asentamiento de la orden en tierra americana. Eran unas cuantas opiniones a favor y, como decíamos, el nuevo Gran Maestre, que había sido embajador en España y tenía fama de buen administrador, terminó por prestarles oídos. Fue en 1651 pero la chispa que indujo a dar el paso definitivo la encendió otro noble y caballero francés llamado Phillippe de Longvilliers de Poincy.
Al igual que otros compañeros, se había fogueado luchando contra los otomanos y los hugonotes, para después estar a las órdenes de Razilly en Acadia. En 1638 zarpó hacia la isla de Saint Christophe (actual San Cristóbal y Nieves) para asumir el cargo de gobernador para la Compagnie des Îles de l’Amérique (empresa fundada para colonizar y explotar comercialmente las Antillas), aunque luego Luis XIII amplió su mando a todo el Caribe como teniente general. Desde Saint Christophe, Poincy extendió los dominios franceses a Saint-Barthélemy y Saint Croix, asegurando con refuerzos la mitad de Saint-Martin.
Su gestión fue turbulenta, pues los misioneros capuchinos le reprocharon su condescendencia con los protestantes y su negativa a liberar a los hijos de los esclavos bautizados, como mandaba la ley. Poncy se comportó como un autócrata, haciendo y deshaciendo a su antojo y reprimiendo a quien se le oponía. Entre sus tejemanejes recurrió a los ingresos europeos de la orden para pagar su lujoso tren de vida y eso hizo que el Gran Maestre pidiera al gobierno francés su destitución.
Así llegó a San Bertolomé su sustituto, Noëlle Patrocles de Thoisy… al que Poncy apresó y devolvió a Europa encadenado junto con los capuchinos, a los que expulsó por apoyarle, poniendo en su lugar a los jesuitas. Ahora bien, no se le escapaba que la Orden de San Juan seguiría instigando contra él, así que decidió congraciarse con ella y en 1649 recuperó la vieja idea del priorato americano, ofreciéndole la posibilidad de comprar las islas a la compañía, que estaba dispuesta a venderlas por hallarse en quiebra. El hecho de que el cardenal Mazarino, el nuevo ministro, dejara de lado la colonización para centrar la atención en los problemas europeos (en ese momento se negociaba la Paz de Westfalia), facilitó las cosas.
En 1651 la Compagnie des Îles de l’Amérique se disolvió, vendiendo los derechos de explotación americanos entre varios compradores. Varias islas, entre ellas Guadalupe y Martinica, acabaron en manos particulares mientras el embajador en Francia de la Orden de San Juan, Jacques de Souvré, firmaba la adquisición de Saint Christophe, Saint Barthélemy y Saint Martin (Saint Croix la había comprado Poincy de su bolsillo y se la regaló a la orden). La soberanía seguía siendo de la Corona francesa pero la gobernación correspondería a los Caballeros Hospitalarios con la condición de que sólo fueran allí los de origen galo (de manera simbólica, cuando ascendiera al trono un nuevo monarca también le regalarían una corona de oro).
Poincy conservaba el cargo de gobernador, si bien sometido al control de un representante directo de la orden; para ello fue designado Charles de Montmagny. Al igual que antes, Poincy se negó a compartir el poder y Montmagny regresó a Europa para que se le dotara de un poder efectivo. En 1653 volvió al Caribe como vicegobernador para encontrar que el otro seguía intratable, por lo que optó por esperar su muerte en una hacienda de Cayena; sin embargo fue él quien falleció en 1657 y Poincy continuó al frente de la colonia.
Su labor fue eficaz y dotó a la capital de caminos y fortificaciones, necesarias éstas para rechazar cualquier intento de invasión extranjero (inglés, español, holandés…) pero también para hacer frente a las rebeliones indígenas, pues un ataque de indios caribes estuvo a punto de exterminar a toda la población. De hecho, no sólo había revueltas nativas; en 1657 se produjo una insurrección popular en Saint Croix contra los hospitalarios que Poincy tuvo que sofocar. Como se ve, en la práctica actuaba a su completa discreción.
Pero la orden no se resignaba a no tener el control y envió otros dos vicegobernadores. Uno de ellos, Charles de Sales (pariente de San Francisco de Sales), alcanzó pronta popularidad entre los colonos, perfilándose como sucesor de un Poincy que ya no podía durar mucho. En efecto, ocupó su puesto cuando aquel inefable personaje murió en 1660, a la edad de setenta y siete años, justo después de pactar la paz con los ingleses y los indígenas; está enterrado en Basseterre, la capital de Saint Christophe.
No obstante, aunque Poincy había transformado el lugar en un importante puerto comercial, la sensación era que aquellas colonias insulares no rendían suficiente para compensar el esfuerzo de mantenerlas. La Orden de San Juan aún estaba pagando al estado francés su precio y estimó que el saldo era negativo, así que empezó a plantearse vender las islas. En esos momentos, Francia entraba en una nueva y poderosa era, con Luis XIV en el trono y su ministro Colbert, que sí se veía capaz de sacar rendimiento de aquellos territorios y abrió negociaciones ad hoc.
En 1665 llegaron a un acuerdo para una transacción en beneficio de la Compagnie Française des Indes Occidentales, creada el año anterior para desarrollar en monopolio el comercio con América durante cuarenta años y colonizar adecuadamente Canadá gracias a su poderosa flota de medio centenar de barcos. Las cosas no saldrían tan bien como esperaba el gobierno porque en 1666 volvió a estallar la guerra contra Inglaterra y las operaciones incluyeron el Caribe, donde, por cierto, perdió la vida Charles de Sales.
Los franceses pudieron retener las islas pero eso ya era algo ajeno a la Orden de San Juan, que renunció a nuevas aventuras de ese tipo como tal (sus miembros sí continuaron participando en acciones como integrantes de la marina francesa y de la Compagnie du Mississippi, fundada en 1684 para sustituir a la de las Indias Occidentales). Los Caballeros Hospitalarios habían estado catorce años en América y uno de ellos, Étienne-François Turgot, que era administrador colonial a principios del siglo XVIII, propondría repetir experiencia en La Guayana, aunque no fue escuchado.
El paso de los caballeros por las Antillas queda atestiguado por la Historia y algunos símbolos actuales (escudos, banderas…) pero no mucho más; al fin y al cabo, cuando la Asamblea Nacional abolió el feudalismo en 1789 disolvió también la orden en Francia. Hoy en día la orden, con el nombre de Orden de Malta, está considerada el único país del mundo sin territorio.
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