Matelotage, la unión civil entre piratas durante el siglo XVII
Históricamente, ha habido determinados entornos que, por sus especiales características, obligaban a la convivencia forzosa entre individuos del mismo sexo; es lo que pasaba en el mundo militar o el naval, en los que los hombres podían permanecer meses o incluso años lejos de la presencia de mujeres. En tales casos, no era inusual que se generasen relaciones intermasculinas que solían implicar la práctica de sexo, pero que a veces iban más allá, incluso hasta una unión civil con contrato. Es lo que en el mundo de la piratería caribeña del siglo XVII se institucionalizó bajo el nombre de matelotage.
Matelotage es una palabra que viene del francés matelot, que significa marinero; algo casi lógico, teniendo en cuenta que muchos piratas del siglo XVI empezaron sus andanzas en el Caribe como bucaneros, es decir, cazadores de cerdos y vacas salvajes que ahumaban la carne y la piel (proceso denominado bucán, término caribe alusivo a la parrilla) para luego vendérsela a los barcos, y a menudo eran de origen normando. Posteriormente, solían reconvertirse o, al menos, compatibilizar esa actividad con el filibusterismo, más lucrativo y en teoría menos expuesto a las expediciones de castigo de España.
De hecho, algunos de los más famosos de aquellos fuera de la ley procedían de Francia: desde que el corsario Jean Fleury pasara a la Historia por haber robado el tesoro de Moctezuma durante su traslado a España, se sucedieron nombres como Jean David Nau (más conocido como François l’Olonnais, es decir, el Olonés), Emanuel Wynne, Michel Etchegorria le Basque, Michel de Grandmont o Alexandre Olivier Exquemelin (autor de un libro autobiográfico fundamental para saber sobre el tema). A ellos podrían sumarse los que trabajaban bajo patente de corso, caso de Jean Ango, Jean-François de La Rocque de Roberval, François Le Clerc (alias Jambe de Bois, o sea, Pata de Palo), Guillaume Le Testu o Jacques de Sores.
En suma, no era extraña la terminología marinera gala en la zona occidental de La Española, donde operaban al principio, y en las célebres islas de la Tortuga y Nassau más tarde. Fue en esas repúblicas piratas donde, en el siglo XVII, el luso Bartolomeu Portugués creó un corpus normativo para la Cofradía de los Hermanos de la Costa, organización surgida en la Tortuga que integraba a bucaneros y filibusteros. Ese reglamento, del que no se conserva ninguna versión escrita y nos ha llegado gracias a la tradición oral, vetaba la presencia de mujeres a bordo de los barcos.
Eso significaba que cada tripulación viajaría en condiciones similares a las de cualquier otro buque, ya fuera mercante o de guerra: con la perspectiva de semanas o meses sin más féminas que las infortunadas que cayeran en su manos. En realidad, la proscripción tenía algunas excepciones, pues a pesar del carácter libertario e igualitario del código de la piratería, no podía sustraerse a la mentalidad de otros tiempos y se refería sólo a las mujeres blancas, permitiéndose embarcar a otras o aquellas que se dedicasen activamente al negocio (como hicieron las británicas Anne Bonny y Mary Read o la francesa Anne Dieu-le-veut).
Incluso en tierra, el número de hombres superaba muy ampliamente al de mujeres y a menudo surgía la necesidad de una relación que fuera más allá de lo físico. Como decíamos al comienzo, hay precedentes históricos, de los que el más obvio y conocido es el del Batallón Sagrado de Tebas. Era un cuerpo de élite de la Grecia del siglo IV a.C. que estaba formado por trescientos hoplitas. Lo singular estribaba en que todos los miembros formaban parejas afectivas, lo que, se suponía, incentivaba a cada soldado a combatir con más denuedo para proteger a su amante. Así lo explica Plutarco en su obra Pelópidas:
«Para varones de la misma tribu o familia hay poco valor de uno por otro cuando el peligro presiona; pero un batallón cimentado por la amistad basada en el amor nunca se romperá y es invencible; ya que los amantes, avergonzados de no ser dignos ante la vista de sus amados y los amados ante la vista de sus amantes, deseosos se arrojan al peligro para el alivio de unos y otros».
El Batallón Sagrado era una variante de la vieja costumbre helena, la relación entre un heinochoi (conductor, siempre de mayor edad) y un paraibatai (compañero, más joven) o, por emplear el vocabulario de Atenas, un erastés y un erómenos. En realidad no se trataba de algo limitado a Grecia sino frecuente en la Antigüedad, si bien había cierta tendencia a practicarse primordialmente en la nobleza y, más concretamente, entre los kourètes (integrantes de la clase ecuestre), tal cual pasaba también en Japón con los samuráis. El matelotage sería una versión moderna.
Con un extra, eso sí: su institucionalización formal a través de una especie de matrimonio civil. Ahora bien, la perspectiva de tanto tiempo sin sexo no fue la causa del matelotage. Los marineros de los siglos XVI y XVII solían asociarse con algún compañero de bandidaje para, al margen de la vida profesional, vivir juntos. Todo empezó como mero contrato económico y fue evolucionando; es difícil establecer si trascendía a menudo en el plano sentimental, pero en otros aspectos era una unión a todos los efectos, con un compromiso contractual de cuidarse mutuamente las heridas y enfermedades, combatir juntos, compartir beneficios y legar al otro sus bienes en caso de defunción.
Al cambio, el viejo aforismo de «en lo bueno y en lo malo», aunque la relación no era de igualdad total porque, como en el ejemplo griego, uno de los dos ejercía el papel fuerte y el otro el débil. Ello se debía a que el pirata solía elegir como compañero a algún criado o esclavo, generalmente un grumete muy joven , novato y deseoso de medrar (los protegidos de los capitanes solían ascender en el escalafón y el matelotage se extendía, pues, al proceso de aprendizaje, que duraba un par de años). Tampoco era raro que el filibustero ya estuviera casado con una mujer y el matelot pudiera sumarse, compartiéndola; por supuesto, eso no solía ocurrir en la mar, ya que, recordemos, en teoría nadie podía embarcar a su esposa.
No obstante, en tierra se reproducían los prejuicios y no se veía ese tipo de relación con tanta transigencia, entroncando con lo que pasaba en el mundo naval de todos los países. Y es que, de hecho, la costumbre no se limitaba al ámbito de la piratería sino que era practicada entre la marinería en general, aunque la Armada Española, la Royal Navy y otras castigaban con la horca a todos los marineros que eran acusados de homosexualidad, por lo que se aseguraban de que el matelotage, cuando se daba, quedaba restringido exclusivamente a la parte no sexual.
Al fin y al cabo, constituía una ruptura con los cánones de la sociedad de su época, que consideraba del todo inmoral aquella situación, probablemente hasta por encima del carácter criminal de sus practicantes. Por eso en 1645, cuando la Cofradía de los Hermanos de la Costa estableció un gobierno extraoficial en la Tortuga (tolerado por Francia porque favorecía la prosperidad de la isla), Jean Le Vasseur, gobernador entre 1640 y 1652, solicitó al gobierno francés el envío de millar y medio de prostitutas para que los marineros dispusieran de un número suficiente de mujeres que les evitase la práctica del matelotage.
Lo cierto es que lo practicaban algunos de los piratas más destacados: el inglés Robert Culliford, cuyas correrías por el Índico rivalizaban con las del capitán Kidd, tenía como matelot a John Swann, al que se le dedicó el apelativo de «gran consorte»; Bartholomew Roberts estuvo a punto de provocar un motín en su contra cuando en un acceso de ira mató al matelot de uno de sus hombres, pero el mismo Roberts tenía como favorito a John Walden, apodado Miss Nanney; las reseñadas Anne Bonny y Mary Read también formaron pareja, aunque no está claro si contractualmente o de hecho y, de todos modos, ambas dependían de un tercer individuo, Jack Calico Rackham.
Dado que todos éstos eran británicos y que los expresivos motes parecen indicar una relación más allá de la meramente económica, resulta procedente añadir que el vocablo inglés equivalente a matelot era bunkmate, o sea, compañero de litera. Sí era francés Louis Le Golif, pirata protagonista de un manuscrito descubierto casualmente en Saint-Malo en 1944 y titulado Cahiers de Louis Adhemar Timothée Le Golif, dit Borgnefesse, capitán de la flibuste (Memorias de Louis Adhemar Timothée Le Golif, llamado Borgnefesse, capitán de filibusteros), donde cuenta su relación de matelotage con un tal Pulvérin, al que luego dejó por una de las prostitutas importadas en 1665 por otro gobernador, Bertrand D’Ogeron.
El problema de esa obra es que los historiadores la consideran una falsificación. En cambio, es auténtica la de otro galo, el ya citado Alexandre Olivier Exquemelin, Histoire d’avanturiers qui se sont signalez dans les Indes. Exquemelin fue un médico contratado bajo engaño por la Compañía de las Indias Occidentales en una modalidad denominada engagisme (una especie de aprendizaje en un duro régimen similar a la servidumbre, sin apenas derechos), que se enroló luego con Henry Morgan cuando su mentor no quiso atenderle durante una grave enfermedad y posteriormente él mismo adoptó un matelot. Dice Exquemelin:
“Es la costumbre general y solemne de todos ellos buscar un camarada o compañero, a quien podríamos llamar socio, con el que se unen todo el stock de lo que poseen.”
De las palabras del galeno filibustero no parece desprenderse ningún uso sexual. E. T. Fox, en su Pirates in their own words, donde reseña el caso documentado de Francis Rees y John Beavis en 1699, lo sintetiza para acabar:
«Matelotage era un acuerdo o vínculo entre dos hombres para compartir todo en común, desde comida y bebida hasta dinero y, a veces, mujeres. Se ha sugerido, virtualmente pero sin pruebas en realidad, que el matelotage incluía además un elemento homosexual. No es improbable, por supuesto, que algunos piratas fueran homosexuales, pero lo mismo pasa con cualquier grupo profesional y no hay razones para suponer que el matelotage fuera de alguna manera significativa preferentemente homosexual…»
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