lunes, 11 de abril de 2022

El tatuaje desde la prehistoria hasta nuestros días

 

El tatuaje desde la prehistoria hasta nuestros días
















El tatuaje ha cambiado mucho de un tiempo a esta parte. Clásicos como el corazón roto o atravesado, el ancla, el «amor de madre» o incluso la bailarina balinesa que decía Philip Marlowe en El sueño eterno han quedado atrás para dar paso a dragones, fecha de nacimiento de hijos, nombres de los familiares, motivos religiosos, retratos, símbolos egipcios, runas nórdicas, elementos geométricos o florales… La lista podría ser interminable porque, al fin y al cabo, este peculiar arte corporal lleva mucho tiempo entre nosotros, toda la Historia.

De hecho, desde antes. Aunque hay indicios de que quizá se practicara ya en el Paleolítico Superior (la figurilla teriomorfa del Hombre-León de Ulm y la de la Venus de Hohle Fels están recubiertas de dibujos incisos), hay que ceñirse a las pruebas materiales y, en consecuencia, la cronología se remonta hasta el cuarto milenio antes de Cristo. Hablamos, claro está, de Otzi: aquel infortunado hombre que falleció hacia el 3255 a.C. -en pleno Neolítico, pues- y cuyo cuerpo, congelado en los Alpes, estaba cubierto de tatuajes; sesenta y uno, para ser exactos.

No se trata de un caso único porque también se han encontrado momias tatuadas en todo el mundo antiguo, de Egipto (como mínimo desde la XI dinastía, caso de la momia de una sacerdotisa de Hathor llamada Amunet; hasta la etapa meroítica eran una exclusiva femenina) a América (los ejemplos más añejos que han llegado hasta hoy serían los de la Cultura Chinchorro, en Chile, en torno al segundo milenio a.C.), pasando por Asia (hallazgo de un cuerpo tatuado en Siberia datado hacia el 2500 a.C.). En total cuarenta y nueve sitios arqueológicos mundiales acreditan restos adornados.

Julio César dejó una descripción de los tatuajes pictos (¿o serían escarificaciones? ¿o simples pinturas?) en su Bellum Gallicum. Pero, en el mundo clásico, el sentido mágico, religioso y médico que tenía el tatuaje originalmente se fue transformando para adquirir un sentido más práctico. Griegos y romanos marcaban así a esclavos y criminales y, más tarde, en época bajoimperial, los legionarios también se aficionaron, aunque en general era una costumbre despreciada si se practicaba por mera decoración.

No ocurría igual en otros rincones de la Tierra. Es más, fueron regiones lejanas y exóticas las que reintrodujeron la moda en una Europa que en la Edad Media ya la había olvidado, manteniéndose solamente, a decir de algunos cronistas musulmanes, entre los escandinavos paganos de la Rus de Kiev y, si acaso, entre los anglosajones, cuenta la Gesta Regum Anglorum que por influencia normanda. A veces se culpa a la Iglesia de ser contraria -acaso por un decreto del emperador Constantino-, pero, al parecer, su punta de lanza durante dos siglos, los cruzados, también solían tatuarse; son otras religiones las refractarias, más bien, caso del Islam suní, el judaísmo o las ramas evangélicas.

El redescubrimiento del arte corporal llegó con la Historia Moderna y el encuentro entre el Nuevo Mundo y el Viejo. Algunos pueblos americanos se tatuaban, tanto en el sur (aunque se trataba más bien de pinturas, ya que no eran permanentes), como en el centro y norte, donde tenían un carácter ritual iniciático. Los exploradores y misioneros españoles dan cuenta de su presencia entre los indios de Panamá, Florida y Filipinas, mientras que franceses e ingleses los documentan entre los iroqueses, los osage y los inuit, siendo algunos miembros de estos últimos los que los mostraron a los europeos al ser traidos como curiosidades vivientes.

Precisamente América es el origen del tatuaje Haida, uno de los que se siguen practicando actualmente y que se caracteriza por una iconografía tribal. Procede del extremo noroeste del continente, la Columbia Británica (actual Canadá) y Alaska, donde habitaban respectivamente los indios haida y los kaigani, de los que ya hablamos en el artículo dedicado al potlactht y que no contactaron con el hombre blanco -el marino español Juan Pérez- hasta 1774. Artísticamente resultan familiares porque son los mismos -junto a otros de la costa Oeste- que creaban los coloridos tótems, máscaras de transformación y tejidos Chilkat.

Coloridos pese a que, en realidad, al arte tradicional haida sólo usa tres colores, el negro, el rojo y el azul; muy vivos, eso sí, y encajados entre líneas de dibujo muy gruesas. Sus motivos decorativos de cresta sumaban más de setenta, de la que hoy se siguen practicando una veintena, la mayoría con forma solar (la Casa del Sol era el lugar a donde iban los fallecidos en combate) o de animales (águila, cuervo, orca, oso…), si bien es muy habitual tatuar tótems multiformes.

Pese al descubrimiento de América, el tatuaje no empezó a calar entre los occidentales hasta el siglo XVIII y, más concretamente, tras los viajes de James Cook por Oceanía, cuando sus marineros (e incluso el científico Joseph Banks) adoptaron aquella costumbre que habían visto generalizada entre los polinesios y aborígenes de Nueva Zelanda. De hecho, una teoría dice que la palabra viene del tahitiano tatau, que significa golpear y a su vez deriva de ta-atua, traducible como dibujo espiritual en la pie; sin embargo, otra retrotrae su origen a la Inglaterra del siglo XVII, en la que se denominaría tap-too a un tipo de tambor.

En cualquier caso, la Polinesia poseía una milenaria tradición tatuadora, tan arraigada que se empezaba a practicar en la misma niñez, hacia los ocho años de edad, usándose no sólo como ornamentación sino también, y sobre todo, para una diferenciación visible de la jerarquización social (cuanto más profuso era el dibujo, mayor altura de clase). Por supuesto, había otras funciones como marcar el paso de la adolescencia al estado adulto o impresionar al enemigo en la guerra, algo típico de los maoríes, por ejemplo.

Hasta se diferenciaban los sexos, pues los tatuajes femeninos eran distintos a los masculinos, estaban hechos con más cuidado y no se aplicaban sobre todo el cuerpo sino únicamente en algunas zonas. Pese a todo, el contacto con los europeos supuso una decadencia del tatuaje durante el siglo y medio siguiente, ya que los misioneros lo consideraban un signo de barbarie. Es irónico que fuera precisamente un religioso, Karl Von Steinen, el responsable de su pervivencia al haber dibujado cerca de cuatrocientos modelos, sobre los que se ha basado la recuperación de la costumbre desde los pasados años ochenta.

Hablando de ironías, también lo es que el uso social de las pieles tatuadas en el Pacífico también en Occidente sirviera también en Occidente para algo más similar, aunque circunscrito a los estratos más bajos, los que nutrían el mundo del hampa, porque muchos delincuentes se enrolaban en barcos para huir de la Justicia y los condenados a las colonias penales de las Australia solían tatuarse a bordo con pólvora. Otros, como los marineros norteamericanos tras la Revolución, lo hacían para no ser reclutados a la fuerza por la Royal Navy, cuyos oficiales solían ignorar los Seamen Protection Papers que les eximían de ello.

Hubo que esperar hasta el siglo XIX para que apareciese el primer tatuador profesional registrado, un emigrante alemán en EEUU llamado Martin Hilldebrant, que abrió un estudio en Nueva York en 1846 y se hizo muy popular tatuandoa a los soldados durante la Guerra de Secesión. Shutter MacDonald fue el primer británico, en el Londres de 1894. Para entonces hacía tres años que el neoyorquino Samuel O’Reilly había inventado la máquina de tatuar, que puso fin al corsé del tatuaje en mundos estancos (ejército, hampa, circo…), ampliándolo a otros.

Fue también en la época decimonónica, concretamente durante la Era Meiji, cuando Japón proscribió los tatuajes. No está claro si, como en otros rincones del Sudeste Asiático, ya existían desde el Período Jōmon (prehistoria) o llegaron al archipiélago en el siglo X gracias a las rutas del comercio, pero, como en Europa, se extendieron primero en el ámbito de la Yakuza (crimen organizado) y después en la ukiyo (literalmente el mundo flotante, una subcultura urbana y hedonista que floreció a partir del siglo XVII), no empezando a adquirir carácter artístico hasta tiempos dieciochescos.

Demasiado tarde porque el emperador decretó su prohibición en 1868 con el objetivo de dar una imagen moderna del país, en el contexto del Bakumatsu o apertura al exterior que se inició en 1854. El resultado fue que los tatuajes quedaron asociados otra vez con la delincuencia hasta 1948 y por eso la Yakuza se convirtió en la más genuina y prototípica depositaria del tatuaje nipón, el conocido como Irezumi, que hoy en día tiene una gran demanda estilística a pesar del estigma de estar históricamente ligado a la Yakuza.

Por disponibilidad, el Irezumi original únicamente empleaba tinta negra, tono vinculado al duelo funerario. Ahora, por contra, tiene gran preponderancia la policromía, con un color rojo que simboliza vida, pasión y felicidad; un amarillo metáfora de la prosperidad (oro) y alegría (sol), aunque también puede serlo del engaño; un verde que representa la naturaleza y la juventud; un azul equivalente a suerte y fidelidad; un morado propio de la realeza; un rosa odentificado con la feminidad; y un blanco que plasma la verdad y la pureza. No obstante, negro y rojo son los más usados


Ese cromatismo se combina con el característico horror vacui del tatuaje japonés, cuyo sentido radica en que no está pensado para ser exhibido y, de hecho, en la mayoría de los sitios públicos es obligatorio cubrirlo. Aunque, para ser exactos, habría que hablar de tatuajes, en plural, puesto que el Irezumi no es más que una de las diversas modalidades, que incluyen el Horimono (tatuaje tradicional), el Ikakubori (el practicado por los criminales) y el Irebokuro (para la gente normal).

Si la interpretación de los colores se asemeja a la nuestra, no así los motivos: ryu (dragón), hebi (serpiente), okami (lobo), Akkorokamui (pulpo), ave Fénix, pez koi, calaveras, nubes, olas y otros tienen su significado especial, como pasa con los kanjis (letras que simbolizan conceptos). Más obvios son los samuráis y las geishas. Y, últimamente, se han incorporado nuevos elementos, de los que es inevitable destacar a los personajes de mangas y animes.

En fin, si, en la primera mitad del siglo XX fue toda una moda aristocrática lucir algún tatuaje (caso de los monarcas británicos Jorge V y Eduardo VII, el zar Nicolás II, el káiser Guillermo II, el rey español Alfonso XIII, etc), en la última década de esa misma centuria se produjo una inesperada eclosión y, ahora, ese tipo de arte no sólo se ha ramificado estilísticamente en docenas de variantes (hasta los hay veganos) sino que, a menudo, es un regalo que piden los adolescentes.




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