Juan Pablo de Carrión, el «Rambo» español que sometió a un millar de piratas y samuráis en Filipinas
A sus habituales catanas y armaduras de bella factura, los piratas japoneses sumaron artillería de procedencia europea, lo que les convertía en la mayor amenaza del Imperio español en el Pacífico
Había fracasado más que vivido. Hasta que Juan Pablo de Carrióntuviera en 1582 que defender el río Cagayán, en las Islas Filipinas, de un grupo de piratas japoneses que le superaba diez a uno, las oportunidades de éxito le habían sido esquivas. Nacido en 1513, este castellano (no está claro si de Valladolid o de Carrión de los Condes, Palencia) se embarcó muy joven hacia México y, desde allí, a las llamadas islas del Poniente. La exploración del Pacífico y el dar con una ruta para volver de Filipinas a la costa de Nueva España se convirtieron en una obsesión para toda una generación de marinos y aventureros como él. No todos tuvieron la suerte de elegir la expedición más afortunada.
Mientras desde España se botaban nuevas flotas al Pacífico, Hernán Cortés inició su propio proyecto de adentrarse en este océano. Con la mira puesta en las Islas de Poniente, desde Nueva España (México) se envió hacia a aquel territorio al malagueño Ruy López de Villalobospara que estableciera un «tornaviaje», es decir, una ruta de ida y vuelta entre México y Filipinas. El joven Carrión estuvo presente como timonel en esta empresa, que partió del puerto mexicano de Barra de Navidad el 1 de noviembre de 1542 con una flotilla de cuatro navíos mayores, un bergantín y una goleta. La experiencia de Carrión en Filipinas fue espantosa, tal como para no haber vuelto nunca, pero el castellano tuvo la suerte de integrar las filas de los escasos de supervivientes que pudo volver a España tras una azarosa travesía.
De aquel mal trago, Carrión regresó a España para servir de tesorero del Arzobispo de Toledo, Juan Martínez Guijarro, un eclesiástico con inclinación por las matemáticas. La vida tranquila en Toledo permitió al buscavidas castellano casarse, en 1559, con María de Salcedo y Sotomayor. Así las cosas, a la muerte del arzobispo volvió a las andadas en Nueva España, donde seguían organizándose nuevas expediciones que arrojar sobre Filipinas. Abandonó a su familia y sus comodidades por un destino incierto. Acaso, ¿se le había secado la mollera? Resulta difícil reconstruir la vida y lo que se pasaba por la cabeza de Carrión cuando viajó una vez más a América.
En tierras mexicanas el virrey Luis de Velasco dio licencia al castellano para trabajar en el puerto de la Navidad, un lugar escogido para armar los barcos que viajaban al Pacífico. Juan Pablo Carrión aportó su experiencia para fabricar los bajeles y permaneció allí durante un lustro. Mientras su mujer vivía en Sevilla, los cronistas coinciden en que el timonel castellano hizo vida marital con una tal Leonor, vecina de Zapotlán, estando en el mencionado puerto. La afición por coleccionar esposas iba a ser su perdición…
Carrión participó en los preparativos de una nueva expedición a Filipinas. El timonel presionó para poder unirse en la tripulación de Miguel López de Legazpi y Andrés de Urdaneta, pero su mala relación con el segundo dejó fuera a Carrión de lo que fue el principio de la colonización de parte de Filipinas. El castellano no solo se perdió esta feliz aventura, que logró establecer el anhelado «tornaviaje» a través de la corriente de Kuro-Shiwo, sino que vivió mientras tanto una auténtica pesadilla a nivel familiar.
En 1566, la Inquisición le abrió un procedimiento por casarse ese año con Leonor Suárez de Figueroa. El turbio asunto le costó al castellano el embargo de sus bienes, además de la obligación de viajar a Sevilla a vivir una temporada con su primera esposa. Se salvó de los remos y la humillación pública, pero aquí no terminó su pena. Preso de nuevo en 1574, decidió a su salida, tal vez previniendo más idas y venidas, poner otro océano más entre la Inquisición y él.
El navegante partió rumbo a Filipinas al mando de una expedición para apuntalar la conquista de Legazpi. Tras años de luchas entre españoles y portugueses, las Islas Filipinas, un punto de encuentro entre distintos mundos, se enfrentó al mayor reto desde la llegada de los europeos. Los ataques de piratas chinos y japoneses amenazaban con echar al traste la presencia española en Filipinas. La cantidad de mercancías que se acumulaban en torno a Manila sirvieron de atracción para los comerciantes chinos, los sangleys, y para los piratas, como la luz y el sonido repetitivo de las tragaperras a los jugadores.
Hacia la década de los ochenta, los aguijonazos de los piratas japoneses se empezaron a sentir en el emporio comercial español. Los llamados wokou, «bandidos enanos», vivieron en esos años un resurgimiento, si es que alguna vez habían perdido fuelle, frente a los que ellos apodaban los nambanjin, «bárbaros del sur». Las sucesivas guerras civiles en Japón empujaron a las facciones vencidas a buscar fortuna en el mar, mientras el exceso de samuráis sin señor, los «ronin» (llamados «hombre ola» por su carácter errante), y los soldados sin ejército, los «ashigaru», permitió a los wokou alimentar sus flotillas piratas con tropas distinguidas. El 16 de junio de 1582, Felipe II recibió del gobernador general de Filipinas Gonzalo Ronquillo de Peñalosa, una carta advirtiendo del peligro de estos combatientes:
«Los japoneses son la gente más belicosa que hay por aquí. Traen artillería y mucha arcabucería y piquería. Usan armas defensivas de hierro para el cuerpo. Todo lo cual lo tienen por industria de portugueses, que se lo han mostrado para daño de sus ánimas».
La amenaza de Tay-Fusa
A sus habituales catanas y armaduras de bella factura, los piratas japoneses sumaron artillería de procedencia europea. Al igual que en América, los españoles tenían restringido el comercio de armas de pólvora y de hierro con las poblaciones locales del Pacífico, no así los portugueses. Los arcabuces europeos y pequeñas piezas de artillería hicieron las delicias de los señores de la guerra nipones. De hecho, favoreció la escalada de poder del gran señor feudal Oda Nobunaga, que con la ayuda de las nuevas armas traídas por los europeos procuró unificar el país tras un período de guerra civil entre las distintas facciones. Su victoria en Nagashino (1575) está considerada tradicionalmente como la primera batalla que se decidió por el empleo de las armas de fuego en Japón.
Los piratas aprovecharon estas armas de la misma forma en el Pacífico. Un capitán pirata llamado Tay-Fusa se reveló como el más audaz y temerario de esta hornada de ladrones del mar artillados. La carta de Ronquillo al rey obedeció a un furtivo golpe del japonés que situó al borde de desastre el control de Filipinas. Atacó en 1582 por sorpresa la isla de Luzón y estableció una base en la provincia de Cagayán, en la punta más al norte de Filipinas. Su ejército de más de mil hombres, samuráis sin señor incluidos, exigió un insolente rescate al gobernador español a cambio de las vidas de los habitantes de la provincia capturados en el ataque. Lo que Tay-Fusa no fue capaz de calcular es que el Imperio español no negociaba con piratas.
El general de la Armada, Juan Pablo Carrión, fue lanzado a la zona para desalojar a los ladrones con una fuerza raquítica de 40 soldados, la mitad de estos indígenas mexicanos de Tlaxcala. Carrión ni siquiera era un soldado profesional ni alguien con mucha experiencia en combate. Había serias dudas de que aquel hombre entrado en años, coleccionista de mujeres y de fracasos, tuviera el talento de vencer a una fuerza tan numerosa. La flota de Tay-Fusa superaba a toda la armada española en Asia, aunque solo fuera de forma cuantitativa. Frente a la inmensidad verde de la costa de Luzón, tal vez Carrión se preguntaba lo mismo mientras rastreaba las huellas enemigas desde el castillo de popa de su galera, la capitana de una flotilla de siete naves de escaso tamaño y mal artilladas.
Cuando al fin divisó a una de las embarcaciones enemigas, no dudó en abordar su cubierta ocupada por una multitud de piratas. Sus 40 soldados eran pocos frente a tantos enemigos, a lo que confiaba en que el acero toledano y las tácticas europeas compensasen la desventaja. Los guerreros occidentales portaban sobre sus hombros siglos y siglos de guerra en Occidente, una combinación de técnica, disciplina, tradición militar, agresividad y la extraordinaria capacidad de adaptarse con rapidez a cada nuevo reto. Además, el viejo confiaba en que durante la fase de abordaje la marinería se sumaría también a la lucha cuerpo a cuerpo. Tras ablandar la cubierta con sus cañones, la galera de Carrión aprovechó el desconcierto para iniciar un abordaje, tímidamente respondido por los arcabuceros japoneses.
El contraataque pirata no se hizo esperar, amparados en que eran más. En el castillo de proa, los españoles formaron el clásico esquema defensivo del Mediterráneo, con una línea combinada de picas y arcabuces, para minar con lentitud a las indisciplinadas huestes que habían invadido su barco. El propio Carrión cortó de un sablazo la driza del palo mayor para aumentar la cobertura de los españoles.
Las junglas del Pacífico
Con el intercambio de balas, los piratas registraron muchas bajas. Retrocedieron hacia su barco, sin percatarse de que aún no había acabado la jornada. El otro barco grande de los españoles, el navío San Yusepe, embistió la posición enemiga para barrer su cubierta. Desaparecido el perro guardián que vigilaba el río Grande de Cagayán (llamado Tajo), la flotilla de Carrión remontó sus aguas abriéndose camino entre 18 champanes, unos barcos ligeros escurridizos y más rocosos de lo que parecían a simple vista. Cientos de piratas cayeron en esta entrada triunfal de los españoles a la boca del río, barriendo cubiertas al son de la pólvora.
Revestido casi por completo de hierro, Carrión eligió un lugar recodo del río para desembarcar sus tropas. Allí ordenó cavar trincheras y situar la artillería a pocos metros de los cocodrilos y otras bestias, de modo que los españoles estaban ya fortificados cuando Tay Fusaintentó en tierra lo que no había logrado vía marítima: aniquilar al grupo salvaje de aquel viejo. Lo procuró después de que el capitán castellano se negara a pagarle oro a cambio de que los piratas se marchasen de Cagayán. Durante tres asaltos, los 40 soldados le aclararon al nipón que, si acaso, eran ellos los que iban a terminar pidiendo pagar con tal de salir con vida. Al primer ataque formado buscaron arrebatar las picas europeas agarrando sus afiladas puntas, si bien Carrión, perro viejo, había ordenado que las untaran con sebo para hacerlas resbaladizas.
A sus 69 años, Carrión se mantuvo en primera fila de combate hasta el final. La tercera oleada arrinconó a los españoles, sin apenas pólvora y con al menos una decena de bajas. No obstante, su disciplina les permitió resistir con paciencia en la trinchera, hasta que el rumor de derrumbe entre las tropas piratas se transformó en un estruendo. Entre la batalla y la persecución que ejecutaron sin piedad los españoles por la orilla, Tay Fusa perdió a 800 tripulantes. Ni siquiera sus samuráis sirvieron de gran cosa a pesar de su imponente estampa, con aquellas máscaras grotescas y sus armaduras pintorescas. Lo espectacular del equipo ocultaba que la carencia de hierro de buena calidad y las peculiares condiciones de las guerras japonesas convertían sus armas y su material en algo endeble frente al acero europeo.
Antes que Carrión se enfrentara a los «ronin», los soldados portugueses habían comprobado que la imbatibilidad de los samuráis era cosa de Asia. El portugués Joao Pereira llegó en 1565 a las inmediaciones de Nagasaki al mando de una carraca y un pequeño galeón, que además de las habituales mercancías, transportaba a numerosos mercaderes chinos. Unos pocos cientos de samuráis emboscaron a los portugueses cuando estaban desembarcando material a tierra. Los japoneses abordaron al rayar el alba la popa e incluso pudieron llevarse el escritorio del capitán y otras riquezas de su camarote. El contraataque portugués expulsó sin más a los samuráis de su barco. Hicieron luego fuego cruzado ambos navíos sobre las embarcaciones japonesas, desencadenando una gran carnicería sobre la cubierta atestada de guerreros. Los japoneses tuvieron setenta muertos y más de doscientos heridos.
La historia de Juan Pablo Carrión se desvaneció tras los combates de Cagayán, que bastaron para alejar la creciente presencia japonesa de los alrededores de Filipinas. El castellano fundó en esta tierra Nueva Segovia, como puesto defensivo contra sucesivas incursiones piratas. Impresionados por la actuación de los europeos, los pueblos indígenas de Cagayán se dividieron entre los que se querían aliar con los españoles y, al otro lado, los que continuaron años combatiéndolos en el montañoso interior de Luzón.
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