ALBERT MARTÍNEZ / SIMÓN SANCHEZ / LUIS MIGUEL AÑÓN
Metrópoli prueba la utilidad de este atractivo turístico y sus consecuencias en las vías más transitadas de la capital catalana
Estos cacharros de color amarillo chillón pasean por Barcelona a una velocidad máxima de 40 kilómetros por hora. Son pequeños, escurridizos y avanzan a trompicones entre autobuses, furgonetas y motos. Sus conductores, a menudo turistas despistados que no conocen las calles de la capital catalana, ponen en peligro sus vidas y las de los barceloneses a cambio de una experiencia bastante cuestionable.
Por ello, varios miembros del equipo de Metrópoli han decidido poner a prueba su integridad física y alquilar uno de estos aparatos durante una hora, con el objetivo de comprobar la seguridad en la conducción, así como la calidad de la vivencia turística.
PEQUEÑO Y CARO
El primer disgusto llega mucho antes de arrancar el coche: nos enteramos de que una hora de conducción cuesta 70 euros. El segundo golpe llega cuando nos introducimos en el interior del vehículo: sus proporciones son tan extremadamente minúsculas que hacen sufrir a una docena de músculos de todo el cuerpo, a diversos huesos e incluso a algún cartílago.
Son las 11:00 horas de la mañana de un recién estrenado otoño barcelonés. El sol brilla inmenso sobre el cielo y un vehículo amarillo sale disparado por el lateral del paseo de Lluís Companys. El GoCar, que lleva instalado un GPS y un mapa, va explicando anécdotas sobre las atracciones turísticas que se suceden a nuestro paso. A decir verdad, entre el ruido inusitadamente elevado provocado por la vibración de la carrocería, el sonido del motor y de los otros coches, no se entiende nada de lo que dice el pobre guía.
GRAN VÍA Y CALLE ARAGÓN
Transitando por la ronda Sant Pere comienzan los problemas más serios. Un autobús nos pega un bocinazo y un turismo de grandes dimensiones se nos cruza a pocos metros. Escondidos en nuestro pequeño auto, causamos poca impresión en los demás coches. A decir verdad, nos parecemos más a Los Picapiedra o a algún personaje de SuperMario Kart que a un vehículo corriente.
Gustosos de emociones fuertes, atravesamos Gran Vía a su paso por la plaza Tetuán, rodeados de una maraña de vehículos mucho más grandes que el nuestro. A trompicones avanzamos por la vía y subimos por la calle Sicilia a seguir con nuestra próxima aventura: la calle Aragón.
Esta cuadra, una de las zonas donde los vehículos adquieren más velocidad de la ciudad, es perfecta para descubrir el límite de velocidad de este trasto motorizado. Un buen tramo después, la conclusión ha quedado clara: este artefacto es incapaz de superar los 40 kilómetros por hora. Lo que más sorprende, entonces, es que debido a su matrícula de turismo y no de ciclomotor, pueda introducirse en la Ronda de Dalt o en alguna autopista.
TODAS LAS MIRADAS
La única cosa positiva del trayecto es la cantidad de simpatía que despertamos en los viandantes. “Menudo Maserati, jefe” o “¡Vamos, Alonso!”, son solo algunos de los comentarios recibidos. Otros, sin embargo, optan por mostrar su perplejidad y se llevan las manos a la cabeza, señalan y exclaman al ver pasar a nuestro pequeño cachivache amarillo.
Al llegar al final, tras una hora perdida, diversas contracturas y 70 euros menos en el bolsillo, el dolor en el cuerpo ya es insoportable. Lo único que queda es el consuelo de no haber reservado el coche durante más tiempo. Terminamos el recorrido compadeciendo a todos aquellos que se embarcan en esta aventura sin un ápice de ironía: desde un vehículo que apenas levanta un palmo del suelo, y más preocupado por sobrevivir que por disfrutar del paisaje, la experiencia turista es, sencillamente, un espanto.
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