Los secretos para destruir muertos vivientes y vampiros de los cazabrujas del siglo XVIII
Nick Groom analiza en su nueva obra el fenómeno del vampirismo desde un punto de vista histórico y recorre los casos que, tradicionalmente, han sido asociados a fenómenos sobrenaturales
Corría el año 1725 cuando un tal Frombald, entonces oficial médico del Ejército Imperial, informó orgulloso a sus comandantes en Viena de que había completado una tarea tan ardua como peligrosa tras semanas de preguntas a los lugareños de la aldea serbia de Kisolova. Los campesinos habían solicitado ayuda porque, decían, una extraña presencia que se escondía en la noche había estrangulado a ocho personas para, después, chuparles la sangre. El militar, no se sabe cómo, llegó a la conclusión de que el culpable era Peter Plogojowitz, un ciudadano que estaba ya fallecido y enterrado.
Frombald reunió entonces a un grupo de valientes, entre ellos dos funcionarios locales del distrito de Gradiska, que acudió raudo al cementerio para
exhumar a Plogojowitz y aplicarle el «tratamiento» necesario. Uno de los burócratas dejó constancia de lo que allí ocurrió por escrito: «En primer lugar, no detecté el más mínimo olor característico de los muertos y el cuerpo, excepto la nariz, que estaba un poco caída, se encontraba fresco. El pelo y la barba -incluso las uñas, nacidas bajo las viejas que se le habían caído- le habían crecido; la piel antigua, algo blanquecina, se había desprendido y había nacido piel nueva y fresca. No sin asombro, vi sangre fresca en su boca».
No necesitaban más indicios. En vida, Plogojowitz había sido un depredador sexual y, en la muerte, se había transformado en un «vampiry», como escribió el mismo Frombald. Un ser que «según la observación común, chupaba la sangre de los asesinados» y extendía un mal entre sus víctimas que les provocaba la muerte en apenas una jornada. Veinticuatro horas de reloj de arena, vaya. Sin esperar un minuto más de lo necesario, el militar asió una estaca, se la clavó (desconocemos si en el corazón) y, a continuación, quemó el cuerpo. El «modus operandi» de la época. El problema se resolvió de una manera tan satisfactoria que los pormenores de la investigación fueron publicados en el periódico vienés «Wienerisches Diarium».
No, querido lector, por muy increíble que parezca, la historia de Plogojowitz no ha nacido de la turbia imaginación del que escribe estas líneas. Fue tan real como las aventuras y desventuras de otros tantos sujetos que, en aquella época, decían dedicarse a destruir a las criaturas sobrenaturales que poblaban el mundo terrenal; seres demoníacos que se acostaban anhelando el metálico olor del espeso líquido que recorre nuestras venas. Y es que, el XVIII fue un siglo de contrastes. Del alumbramiento de la Enciclopedia francesa y de la experimentación con la primera vacuna contra la viruela; pero también de hombres capaces de imaginar, y dejar por escrito, que emanaba sangre fresca de un cadáver enterrado en descomposición.
Por más que sorprenda por su cercanía, tan solo tres siglos, hubo una época en la que hablar de vampiros provocaba escalofríos en la sociedad. Años en los que, lejos de ser considerados los protagonistas de novelas de terror, los chupasangres eran vistos como seres palpables. De esos que se sabe que existen, pero que nadie ha visto. Y con los objetivos de analizar ese fenómeno y de hacer un repaso histórico de aquel fenómeno arriba a las librerías la última obra del académico y profesor Nick Gromm: «El Vampiro, una nueva historia» (Desperta Ferro, 2020). El tipo de libro que comienzas a leer con curiosidad y que, al terminar, te hace querer adquirir por Amazon una estaca y una ristra de ajos.
Muertos vivientes y otras bestias
Según Gromm, el XVIII fue el siglo en el que las leyendas tradicionales sobre monstruos chupasangres chocaron con la necesidad empírica de clasificar todo lo que habitaba en el mundo. Así nació el concepto de vampiro como tal. No tanto de ser sobrenatural, sino de bestia nocturna que provocaba la asfixia de sus víctimas y portaba enfermedades contagiosas. Se generó, en definitiva, una ciencia surrealista alrededor de esta figura. «Se realizaron exámenes forenses detallados y se mantuvieron registros que incluían catálogos de signos y síntomas», añade el experto en su nueva obra. Hasta se publicaron informes médicos es revistas especializadas que trataban el tema en profundidad.
Extravagante, pero real. En los comienzos del siglo XVIII, hasta los más escépticos, aquellos que desacreditaban la existencia de los vampiros por considerarlos una mera leyenda medieval, convenían que sí habitaban entre nosotros personas obsesionadas con beber sangre por algún tipo de alucinación o problema psicológico. Para ellos, la supuesta patología de los afectados era de un gran interés para desvelar las enfermedades mentales.
Pero no solo eso. Además, el siglo XVIII fue un tiempo en el que la locura del vampirismo se vio exacerbada por la aparición en la prensa de una infinidad de presuntos casos y el testimonio de otros tantos extravagantes personajes que decían haber destruido a uno u otro ser salido del mismísimo averno.
Por si no fuera suficiente, junto a la demencia del vampirismo arribaron a la prensa también otros tantos casos de supuestos monstruos sobrenaturales asociados a leyendas tradicionales. Ya a finales del siglo XVII se dejó constancia en las crónicas croatas de un cadáver que se levantó de su tumba y provocó el terror en Istria hasta que un sacerdote acabó con él mediante un exorcismo. La criatura en cuestión fue denominada «Leichnam», es decir, un «cadáver viviente». Como este, quedaron registrados decenas de sucesos similares en las décadas siguientes. Hasta tal punto que se estableció que, para acabar con ellos, había que «clavar sus ropas, cabellos o miembros en el ataúd».
También se extendieron los estudios sobre personas que, una vez fallecidas y confinadas en sus ataúdes, despertaban y devoraban sus mortajas, sus sudarios o, en el peor de los casos, hasta sus propios miembros e intestinos. «Mientras los muertos eran conocidos por “gruñir, gorgotear y gemir” bajo tierra, el Diablo realizaba unos ruidos curiosos al comer: “Puede jadear como un animal sediento, mascar, bramar y rugir”», añade el autor en su obra.
En estos extravagantes informes se mezclaban religión, superstición, ciencia y empirismo. Un cóctel que generaba investigaciones como la de Philip Rohr, partidario de que el Diablo tenía capacidad para dotar a los cadáveres de movimiento y evitar que se pudrieran.
Rohr incluía en su obra una serie de premisas para acabar con este tipo de seres. Entre ellas, juntarles las manos, ponerles tierra en los labios o clavarles una estaca en el corazón. Pero no porque en este órgano estuviese el secreto de su no-vida, sino porque, así, quedaban inmovilizados y unidos a su ataúd. También apostaba por otro tipo de remedios más curiosos como decapitar los cadáveres para evitar que se levantaran o, como hizo Frombald, incinerar los restos. Lo más llamativo (si cabe) es que aconsejaba que los campesinos no se dedicaran a estas tareas, sino que solicitasen ayuda a los religiosos de la zona o que, en casos extremos, solo actuasen bajo supervisión.
Gromm recoge, en último término, el caso de los «vrykolakas», bestias que, según el folclore griego, se convertían en muertos vivientes violentos y agresivos por haber sido asesinados de una forma brutal o haber sido enterrados sin los ritos adecuados. Tal era la obsesión alrededor de todo este tipo de seres sobrenaturales en el siglo XVIII que el mismo botánico del monarca Luis XIV, Joseph Pitton, afirmó que uno de ellos resucitó en Miconos y acabó con la vida de varios campesinos. Al parecer, estos intentaron arrancarle el corazón, pero no sirvió de nada. El estudioso dejó escrito que, según sus fuentes, fue necesario arrojarle agua bendita y quemarlo. Aunque el galo tildaba esto de paparrucha, sí era partidario de que la criatura en sí era un humano aquejado de «una enfermedad epidémica del cerebro».
Vampiros
Además de estas bestias, todas con más o menos similitudes entre ellas, los vampiros cobraron una importancia central en el XVIII. Entre los casos más populares de la época, que no por ello reales, se halló el del capitán del regimiento de la infantería de Alandetti y conde de Cabreras. Este, allá por el 1730, acudió acompañado de un séquito de funcionarios a la casa de una familia en la que residía uno de sus soldados. Al llegar, le confirmaron que el militar había sido asesinado por una extraña presencia. Nuestro protagonista identificó que el espectro en cuestión, el patriarca, recientemente fallecido, le había chupado la sangre a dos personas más.
Cabreras cortó el problema de raíz: identificó la tumba del presunto vampiro, halló el cadáver «todavía fresco» y le incrustó un clavo en la cabeza. Y de paso, quemó otro cuerpo que consideró peligroso. «Como matavampiros, hizo gala de unas técnicas sorprendentemente variadas, pero además fue muy cuidadoso y justificó sus actividades con testigos aprobados por el gobierno», añade el autor de Desperta Ferro.
Y es que, en efecto, la mayor paranoia de todo este entramado es que personajes como el mismísimo Carlos VI de Habsburgo se involucró en la destrucción de los seres sobrenaturales mediante el envío de delegaciones especializadas a diferentes partes de su Imperio. De locura.
Pero el vampirismo no solo era un problema, según los estudiosos de la época (si es que pueden llamarse así), para afectado. Las crónicas confirman también que, tanto estos seres como cualquier otro tipo de bestias, podían engendrar hijos monstruosos. Así lo explicó el médico escocés del siglo XVIII John Maubray en una de sus obras: «Se dan animalitos monstruosos, similar en forma y dimensiones a un moodiwarp, frecuentemente sigue y acompaña los nacimientos en estas partes, con un hocico ganchudo, los ojos ardientes, el largo y redondeado cuello, una cola corta y aguzada y una extraordinaria agilidad de pies. Al ver por primera vez la luz del mundo, por lo general chilla y grita de miedo».