Artemisio, la batalla naval entre griegos y persas que se disputó al mismo tiempo que la de las Termópilas
La campaña de invasión de Grecia ordenada por el rey persa Darío I y continuada por su hijo Jerjes I resultó tan desastrosa que perdió la mayoría de las batallas importantes en que su fabuloso ejército se vio envuelto por tierra y mar, desde Salamina a Mícala, pasando por Platea. Y la única que ganó, la de las Termópilas, se convirtió en una leyenda propagandística del enemigo. Hasta se encontró con la meteorología en contra, siendo ésta decisiva en el choque naval disputado precisamente al mismo tiempo que se intentaba forzar el estratégico paso que defendían Leónidas y sus espartanos. Nos referimos a la batalla de Artemisio.
Artemisio es el nombre de un cabo de la costa noreste de la isla de Eubea, famoso no sólo por el citado enfrentamiento de la Segunda Guerra Médica sino también porque allí, en su fondo marino, se encontraron en 1928 dos imponentes estatuas de bronce: la del jinete homónimo y la de Poseidón (otros la identifican como Zeus), que hoy se exhiben en el Museo Arqueológico Nacional de Atenas. Pero lo que nos ocupa aquí es ese episodio de la contienda que enfrentó a griegos y persas en la primera mitad del siglo V a.C. Se produjo diez años después que la anterior y por herencia.
Porque, como decíamos al comienzo, fue Darío I quien la empezó como operación punitiva contra el apoyo que las polis de Grecia -sobre todo Atenas y Eretria- habían dado a la Rebelión Jonia, la insurrección que las doce ciudades helenas ubicadas en la costa de Asia Menor habían iniciado contra el Imperio Aqueménida en el año 499 a.C. y que terminó aplastada por el poder abrumador del Rey de Reyes. Darío decidió castigar a los griegos continentales y, probablemente, aprovechar para instalar en su tierra bases desde las que controlar su comercio y su política.
Dirigida por Mardonio (que era sobrino o cuñado suyo), quien primero sometió Tracia y Macedonia para después avanzar hacia el sur, sufrió un revés cuando una tormenta desmanteló su flota y obligó a Darío a enviar embajadores a todas las polis exigiendo la sumisión. Ésta fue rechazada terminantemente por atenienses y espartanos, que incluso ejecutaron a los heraldos persas, como ya contamos en otro artículo. Entonces se inició una nueva operación, dirigida por los generales Artafernes y Datis, que conquistaron Naxos, Eretria y las islas Cícladas, avanzando hacia el Ática… hasta estrellarse contra los atenienenses del estratego Milcíades en Maratón.
Eso puso fin a la Primera Guerra Médica, pero no al deseo de Darío I de vengarse de la injerencia griega en Jonia. Inmediatamente empezó los preparativos de un nuevo ejército, interrumpidos primero por una revuelta en Egipto y después por su fallecimiento en el 486 a.C. Jerjes I, su heredero, reprimió a los egipcios y retomó el plan paterno, iniciando la invasión de Grecia en el 480 a.C. bajo su mando directo. La mayoría de las polis se sometieron o permanecieron neutrales, pero otras setenta se dispusieron a resistir la acometida persa.
Como hiciera Mardonio, tras cruzar el Helesponto, la campaña empezó por Tracia y Macedonia, bajando hacia Tesalia. El camino hacia el sur (Beocia, Ática, el Peloponeso) obligaba a pasar por un estrecho desfiladero, orográficamente complicado, que fue el que eligieron los hoplitas espartanos, tespios, tebanos y focios, dando tiempo a los peloponesios a evacuar a mujeres y niños de Atenas a Trecén, así como a preparar una línea de defensa en el istmo de Corinto. Asimismo, la flota griega fondeó en el estrecho de Artemisio para evitar que el enemigo superase esos obstáculos rodeándolos por mar e impedir el aprovisionamiento a su ejército de tierra, necesario dadas sus colosales dimensiones (un rumor decía que sus soldados secaban los ríos al beber).
Y es que Darío contaba con una fabulosa cantidad de barcos, entre ochocientos y mil doscientos (entre ellos los cinco que capitaneaba personalmente Artemisia I de Caria) según cuentan las fuentes -probablemente exageradas-, frente a los doscientos setenta y uno que dirigían tres estrategos, el espartano Euribíades, el corintio Adimanto y el ateniense Temístocles. Ese triple mando era un buen ejemplo de la desunión helena y la desconfianza hacia Atenas, que era la principal aportadora de naves a la flota conjunta gracias a que Temístocles, veterano de Maratón, había insistido en impulsar un ambicioso programa de construcción de trirremes.
De hecho, los desacuerdos entre los tres fueron constantes y aunque el mando supremo correspondía a Euribíades, en la práctica las táctica fue dictada por el ateniense. En parte, gracias a un soborno, según Heródoto: cuando la flota llegó a Eubea y contempló aquel número enorme de barcos rivales, se planteó la posibilidad de retirarse, pero los eubeos pagaron a Temístocles para que se quedara, entregando él la cantidad a su superior por la misma causa (cabe puntualizar que Heródoto era hostil a Temístocles por las razones que veremos luego).
La armada griega venía desde Calcis, donde había estado esperando al enemigo durante diez días, a salvo de la fuerte tormenta que duró dos jornadas y sorprendió a los persas en aguas abiertas, a la altura de Magnesia, hundiendo un tercio de sus naves. Aún así seguía manteniendo una superioridad de tres a uno, de ahí que los eubeos recurrieran al dinero para no quedar desamparados. Acabada la tempestad, los griegos se situaron en Artemisio para proteger el flanco oeste de las Termópilas, donde Jerjes se encontró con la sorpresa de que los hoplitas que defendían el paso permanecían en sus puestos en vez de huir, como él esperaba.
Unas horas más tarde, el rey dio la orden de ataque mientras su flota tomaba posiciones en Áfetas, la costa que estaba frente a Artemisio, enviando un contingente de doscientas naves hacia el sur de Eubea para cortar la posible retirada de los trirremes griegos. Un desertor nadó hacia éstos y les advirtió, decidiendo a sus mandos a lanzarse al ataque. Ya se estaba poniendo el sol, lo que en principio favorecería a aquel que tuviera peor suerte en el combate, ya que la oscuridad ampararía su retirada. Y todo parecía indicar que ese papel les correspondería a los helenos.
Así debieron pensarlo los persas, que también soltaron amarras y navegaron dispuestos al choque. Conscientes de que los barcos enemigos eran más livianos y ágiles, y por tanto tratarían de meterse por los huecos de su formación para embestirles de costado (una táctica denominada diekplous), Euribíades ordenó estrechar espacios y juntar las popas lo máximo posible, para recibir el choque. Pero era un ardid para que los persas se confiaran, pues al poco se ordenó bogar contra ellos. En efecto, la sorpresa permitió a los griegos imponerse, perdiendo los otros una treintena de unidades.
La caída de la noche impidió atacar a la mencionada flotilla que bloqueaba la retaguardia, pero no hizo falta porque se desató una nueva tormenta que la desbarató, mermando más las fuerzas de un Jerjes cuya estupefacción iba en aumento al comprobar cómo Leónidas, el jefe de los hoplitas en las Termópilas, lograba rechazar su ataque. Por eso al día siguiente los marinos persas no combatieron -salvo en algunas escaramuzas menores, todas adversas-, dedicándose a reparar sus embarcaciones. Por contra, Temístocles recibió medio centenar de trirremes de refuerzo enviados desde Atenas.
Las hostilidades se reanudaron al tercer día con un ataque total por parte de la flota griega para impedir que el enemigo cerrase el estrecho. La lucha se prolongó durante horas y no terminó hasta la puesta del sol. Las pérdidas fueron similares para ambos bandos, aunque resultaron más gravosas para los griegos por disponer de menos efectivos, de ahí que sus comandantes celebrasen un consejo de guerra para tomar una determinación: ¿mantener la posición -cosa difícil con cientos de barcos perdidos- o retirarse dejando solo al ejercito terrestre?
La llegada de un mensajero resolvió la duda: las Termópilas habían caído, pereciendo Leónidas con todos sus hombres; quedarse en Artemisio ya no tenía utilidad estratégica. La flota se retiró (no sin practicar antes la táctica de tierra quemada en Eubea, lo que dificultó el aprovisionamiento de las fuerzas de Jerjes), reagrupándose en la bahía de Salamina, en la costa ática, colaborando en la evacuación de la población. Allí se enfrentaría a la adversaria en una batalla que Temístocles se empeñó en presentar (frente a las dudas de Adimanto, que no habría querido participar, aunque hay controversia al respecto) porque la superioridad numérica enemiga se vería anulada por la estrechez del lugar.
La batalla de Salamina, al contrario que la de Artemisio, resultó decisiva y privó de apoyo naval al ejército persa, que avanzaba imparable ocupando Beocia. La derrota de Jerjes se consumaría por tierra en Platea y otra vez por mar en Mícala, de nuevo dos enfrentamientos simultáneos (el 27 de agosto del 479 a.C.), poniendo fin a la amenaza de invasión. Euribíades y Temístocles fueron recibidos como héroes; sin embargo, el segundo caería luego en desgracia e, irónicamente, se exiliaría en la corte de Artajerjes, hijo de su enemigo y nuevo rey aqueménida, de ahí la ojeriza que Heródoto le manifiesta.
Pese a su inanidad, Artemisio había cargado de moral a los griegos hasta el punto de que Píndaro (el poeta cuya casa en Tebas sería la única que Alejandro Magno dejó indemne cuando ordenar arrasar la ciudad) describió el sitio como aquel «donde los hijos de Atenas establecieron la piedra fundacional de la libertad»
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