Cuando el Vesubio arrasó Pompeya y Herculano
¿No les parece curiosa la capacidad del ser humano para autoengañarse? Me refiero a esa creencia tan habitual de pensar «a mí no me va pasar». Y, claro, pasa porque hay cosas inevitables y estadísticamente siempre le tiene que tocar la lotería a alguien. Concretamente me refiero a la tan humana costumbre de echar raíces al pie de volcanes activos, a menudo atraídos por la fertilidad del terreno. Da igual que esté garantizado que algún día entrarán en erupción y que ésta será devastadora porque siempre se piensa que no será esta vez. O puede que ni siquiera se piense, que haya una especie de disolución mental en la masa social.
Todo esto viene a cuento de que un día como hoy, un 24 de agosto pero del año 79 d.C, el Vesubio despertó de su letargo y arrasó todo a su alrededor. En ese todo se incluyeron dos de las ciudades romanas más importantes de la época, Pompeya y Herculano, y buena parte de sus habitantes, calculándose el número de víctimas mortales en unas 25.000.
En descargo de la gente hay que decir que no sabían que aquel monte fuera un volcán, pues la última erupción había ocurrido 2 siglos y medio antes, en el año 217 a. C. Desde entonces sólo algunos terremotos podían haber dado alguna pista, el más reciente en el 62 d. C, pero ni siquiera los estudiosos, como Plinio el Viejo, Vitruvio o Estrabón, cayeron en la cuenta, achacando los restos quemados de otros tiempos a incendios.
Así pues, aquel fatídico día de agosto pilló a todos desprevenidos en Pompeya cuando, tras una serie de explosiones, de aquella montaña empezó a brotar una columna de humo que alcanzó 15.000 metros de altura, seguida de una lluvia de cenizas y 150.000 toneladas de rocas al rojo vivo por segundo. La gente, medio asfixiada por los gases, empezaba a correr hacia el mar cuando la citada columna se desplomó avanzando por la ladera a una velocidad de 100 kilómetros por hora: esa nube ardiente, llamada flujo piroclástico, abrasó todo lo que encontró por delante, volatilizando instantáneamente a los que habían sobrevivido a los derrumbes o a las ardientes cenizas. Éstas, por cierto, dejaron como espeluznante testimonio los actuales cuerpos conservados en el yacimiento arqueológico
Se calcula que el aire llegó a estar a 800º, temperatura de conversión de la madera en carbón. Por eso la erupción fue tan letal que quienes no se alejaron lo suficiente acabaron muriendo; fue el caso de Plinio el Viejo, que falleció en la playa mirando fascinado el fenómeno mientras su sobrino, a salvo en un barco, describía el espectáculo en una carta a Tácito. Al final la ciudad acabó cubierta por una capa de varios metros de piedra pómez y escombros. Peor fue el caso de Herculano, sepultada a 20 metros de profundidad. El propio volcán perdió la mitad de su tamaño por la violencia de la explosión.
Y dos milenios más tarde allí está la gente, viviendo de nuevo en los alrededores. Esta vez, sí, consciente de que el Vesubio puede volver a las andadas. Bueno, en realidad lo ha hecho en medio centenar de ocasiones desde entonces pero sin mayores efectos e incluso, en los últimos tiempos, constituyendo un espectáculo turístico. Yo me refiero a una erupción realmente destructiva, que los expertos consideran inminente (en términos geológicos).
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