Formigues, la victoria naval con la que Roger de Lauria frenó la invasión francesa de Cataluña
Seguramente el lector recuerde aquel artículo que dedicamos al Desafío de Burdeos, enmarcado en el contexto de las guerras que mantuvieron el francés Carlos de Anjou y el aragonés Pedro III por el trono del Reino de Sicilia, que finalmente quedó en manos aragonesas. Pero la rivalidad continuó y no quedó solventada hasta 1285, cuando una flota mandada por Roger de Lauria derrotó a la franco-genovesa que apoyaba una invasión por tierra de Cataluña. Fue en la batalla de Formigues, que no sólo puso fin a aquella campaña sino que permitió además incautar el Reino de Mallorca.
En realidad, la invasión no fue ordenada por Carlos de Anjou, que bastante tenía con defender el Reino de Nápoles -a costa de reprimir una revuelta-, tras las constantes derrotas que sufrió ante el citado Roger de Lauria, (no sólo perdió Sicilia sino también las islas de Capri e Isquia, más las localidades continentales de Nicotera, Catelvetro y Castroiviceri). Su propio hijo, Carlos el Cojo, cayó prisionero durante un enfrentamiento naval en el golfo napolitano el 4 de junio de 1284, y seguía cautivo cuando falleció su padre en enero de 1285, de ahí que no pudiera sucederle y se nombrase regente a Roberto II de Antois.
Por tanto, quien decidió invadir Cataluña fue el rey francés Felipe III el Atrevido, que tenía un doble objetivo: por un lado, ayudar a su primo Carlos de Anjou abriendo un segundo frente que obligase a los aragoneses a levantar la presión que estaban haciendo en el sur de Italia; por otro, arrebatarles aquel condado y convertirlo en un reino para su tercer hijo, Carlos de Valois, que reclamaba sus derechos por ser su madre Isabel de Aragón. Contaba para ello con varios aliados, que aportaron tropas, suministros y fondos para lo que había sido declarado por el papa una cruzada contra la Corona de Aragón.
El primer aliado era la República de Génova, recelosa del creciente poder que estaba adquiriendo Aragón en el Mediterráneo occidental merced a la poderosa flota de Roger de Lauria; toda una amenaza para su supremacía comercial. El segundo fue el rey de Mallorca, Jaime II, hijo segundo de Jaime I el Conquistador, que paradójicamente era hermano del monarca aragonés Pedro III y estaba descontento porque el reino mallorquín que heredó de su padre era bastante más pequeño y modesto que el recibido por el primogénito.
El tercero eran los Estados Pontificios, a cuyo frente estaba el papa Martín IV, francés de nacimiento y por tanto proclive a apoyar a los Capeto. De hecho, cuando se produjeron las Vísperas Sicilianas, una rebelión popular de la isla que instigó Pedro III con aquiescencia bizantina y la hizo pasar a sus manos, el pontífice excomulgó a este monarca y promulgó la referida cruzada contra él. Otros aliados menores fueron el Reino de Navarra y el Señorío de Albarracín.
Frente a ellos, Pedro III sólo contaba con tropas catalanas y valencianas, ya que la nobleza aragonesa se negó a acudir en su auxilio. En 1283, el rey llegó a Tarazona de su viaje al frustrado Desafío de Burdeos y los nobles le presentaron un memorial de agravios y reclamaciones ante los intentos de la corona por imponerles su autoridad, en una época en la que el poder monárquico empezaba a derribar las hasta entonces recias murallas del feudalismo. Las exigencias que le hicieron a Pedro III eran conservar sus privilegios, no pagar más impuestos y extender los Fueros de Aragón al Reino de Valencia, que debía ser anexionado.
De fondo estaba el descontento por la represión sufrida entre 1275 y 1280. Primero, a causa de la insurrección de un grupo nobiliario integrado por aragoneses y catalanes que se negaban a acatar la decisión real de acudir en socorro de la Corona de Castilla contra los benimerines. Segundo -y relacionado económicamente-, por la apurada situación de las arcas, exhaustas tras los gastos bélicos de Jaime el Conquistador, lo que había obligado a Pedro III a instaurar las questias en Aragón y el bovaje (un impuesto sobre las yuntas de bueyes que solía cobrarse cuando un rey era coronado y podía pagarse en dinero o en prestaciones personales) en Cataluña.
Las reclamaciones se concretaban en confirmar los privilegios locales, abolir el bovaje y los otros impuestos que se exigían para instalarse en Sicilia y Calabria, convocar anualmente las Cortes Catalanas y respetar los Usatges de Barcelona (un corpus legislativo tradicional). Varios destacados nobles liderados por Roger Bernardo II de Foix, que se habían negado a obedecer al rey, fueron sometidos por la fuerza en Balaguer, en el año 1280. La cosa estaba tensa, pues, y se presentaba seria porque el monarca se encontró ante la amenaza de formarse una liga denominada Unión de Aragón (que haría realidad en 1287) si el soberano actuaba contra ellos. Así que en 1283, en las Cortes celebradas en Zaragoza, Pedro III concedió un Privilegio General accediendo a muchas de las peticiones.
Y así estaban las cosas cuando en 1284, estando aún la corte en Tarazona, Eustaquio de Beaucharnais, gobernador del Reino de Navarra (disputado por Francia y Aragón pero en ese momento inclinado hacia la primera), entró en territorio aragonés por Sangüesa al frente de un ejército francés. Eustaquio había sido uno de los burlados por Pedro III en Burdeos, de modo que tenía doble motivo para ello. Sus tropas tomaron el castillo de Ull para después avanzar saqueando cuanta población encontraron, desde la propia Ull hasta Lerda y Filera, ocupando también las villas de Bailo, Arbués y Berdún.
En febrero se pactó una tregua, pero las hostilidades no tardaron en reiniciarse y Eustaquio recibió la ayuda de Auger de Les para hacerse con el Valle de Arán. Pedro III tuvo que afrontar la invasión navarra sin contar con la nobleza aragonesa, pese a lo cual le bastaron tropas catalanas para poner sitio a Tudela y forzar la retirada del invasor. Pero, entretanto, Carlos de Valois, que tenía catorce años, fue coronado rey de Aragón por el papa Martín IV, lo que constituía una buena muestra de las dimensiones de aquella cruzada. Porque ésta se puso en marcha sobre el terreno en 1285 y sus efectivos eran muy superiores a los de Eustaquio.
De hecho, según fuentes, se reunieron en Narbona en torno a doscientos mil hombres, de los que la mitad eran de infantería (diecisiete mil de ellos ballesteros) y dieciséis mil de caballería, aunque las cifras siempre son discutibles. A ellos se unió Jaime II de Mallorca, que al ser también conde del Rosellón y la Cerdaña, podía facilitar el paso por sus tierras al ejército cruzado. Y, en efecto, por allí entró en Cataluña, para encontrarse algo inesperado: a pesar del posicionamiento de su señor, la población rosellonesa se enfrentó a los franceses en algunos sitios, como Salses, Perpiñán, Elna y el Collado de las Panizas. Su mal comportamiento le impidió ganarse a la población local, como ya había pasado en Sicilia.
Eso obligó a los cruzados a avanzar lentamente para ir tomando esos lugares, hasta que decidieron dar un rodeo atravesando los Pirineos por La Massana, en la actual Andorra. Los catalanes se replegaron a Peralada primero y a Gerona después, dirigidos por el infante Alfonso (el primogénito de Pedro III), quien había organizado rápidamente una escuadra de once galeras -que dejó al mando de los almirantes Berenguer Mallol y Ramón Marquet- para defender el litoral e impedir que los invasores se aprovisionaran por vía marítima. En ese mismo sentido, se cursó orden a Roger de Lauria para que acudiera con su flota desde Palermo (Sicilia).
No obstante, los franceses lograron apoderarse del Ampurdán, entrando en Castellón de Ampurias, Figueras, Rosas, San Felíu de Guixols y Blanes, y poniendo sitio a Girona. En auxilio de esta última salió el rey con millar y medio de hombres (mil infantes y quinientos jinetes), buena parte de ellos almogávares que se adelantaron demasiado y fueron puestos en fuga por los caballeros galos. Eso supuso que la ciudad se rindiera, pues su defensor, Ramon Folc de Cardona, había prometido a Roger Bernardo de Foix, comandante francés, hacerlo si no recibía ayuda en veinte días.
Sin embargo, no todo iba bien entre los franceses. Su escuadra fue derrotada por las galeras de Mallol y Maquet en San Felíu de Guixols, viéndose así en una difícil situación: en territorio enemigo y con las líneas de suministro que mantenía por mar con Narbona y Aigues-Mortes, cortadas. Algo que se agravó el 24 de agosto, cuando por fin llegó Roger de Lauria a Barcelona con sus cuarenta barcos y se unió a los almirantes. Palermo quedaba indefensa, pero era un riesgo que había que correr porque así se compensaba la inferioriad numérica naval frente al adversario.
La jugada dio resultado, pues el genio militar de Roger de Lauria era indiscutible. Calabrés de nacimiento y noble por ascendencia, se había establecido en Aragón después de que Carlos de Anjou expropiase todas sus posesiones y bienes familiares. Allí se casó con Margarita Lanza, aristócrata emparentada con el emperador Federico II y con Santo Tomás de Aquino, con la que tendría tres hijos. En 1285 contrajo segundas nupcias con Saurina de Entenza, hija del conde Berenguer VI, jefe de los almogávares, que le dio otros seis vástagos.
Nombrado almirante de la Corona, Roger de Lauria obtuvo una victoria tras otra en Sicilia frente a la flota angevina, gracias a innovaciones tácticas que incluían el uso de espolones en la proa de las naves -típico de la Antigüedad- y copiosos cuerpos de ballesteros a bordo, en una época en la que la guerra naval se basaba básicamente en el simple abordaje. Siguiento esa triunfal tendencia, Roger de Lauria, secundado por Mallol y Marquet, salió de nuevo al encuentro de los barcos franceses frente a las Islas Formigues, un archipiélago ubicado frente a Palamós y formado por cuatro minúsculos islotes (de ahí el nombre de Formigues=Hormigas).
Allí encontró al enemigo, formado por unas cuarenta galeras: entre quince y veinte eran francesas, dirigidas por el occitano Berenguer Guillem de Lodeva, y otras diez o dieciséis pertenecían a la República de Génova, al mando de Enrico de Mari y Giovanni de Orreo. Su línea de combate estaba demasiado extendida, lo que hacía vulnerable su centro y permitiría atacarlo sin posibilidad de que recibiera ayuda a tiempo desde los extremos. Así lo vio Roger de Lauria, quien decidió intentar un golpe de mano la noche del 28 de agosto.
Para dar sensación de contar con más galeras de las que realmente tenía, ordenó que cada una encendiera a popa dos fanales en vez de uno solo, lo que en la oscuridad nocturna parecía doblar su número. Y así, su irrupción por el centro del adversario embistiendo con los espolones y lanzando masivas descargas de virotes con las ballestas, de modo que los marineros rivales no pudieran actuar, resultó demoledora. El miedo se apoderó de éstos, pensando que tenían enfrente a una flota mayor de lo que realmente era, y perdieron de quince a veinte galeras, entre las hundidas y las capturadas.
Un desastre total del que únicamente pudieron escapar las galeras de Orrea y que en Francia sólo pudo explicarse con el clásico recurso a la traición, señalándose con el dedo al almirante francés, según el trovador Joan Esteve de Bezers. Pero la escuadra aragonesa aún no había acabado. Inmediatamente puso proa a Rosas, donde estaba fondeado medio centenar de naves más con provisiones y suministros para el ejército de tierra. Roger de Lauria los cogió por sorpresa la noche del 3 de septiembre, al acercarse enarbolando bandera gala, y su victoria fue completa.
Según se dice, de aquellas batallas apenas sobrevivieron doscientos sesenta franceses que fueron cegados y devueltos a su país, guiados por otro al que sólo se dejó tuerto para esa misión (otros cincuenta quedaron prisioneros por su alcurnia, para pedir rescate). Cuenta el cronista Bernat Desclot que la penosa comitiva debía entregar un expeditivo mensaje al rey Felipe III el Atrevido:
«Señor, no sólo no pienso que galera u otro bajel intente navegar por el mar sin salvoconducto del rey de Aragón, ni tampoco galera o leño, sino que no creo que pez alguno intente alzarse sobre el mar si no lleva el sello con la enseña del rey de Aragón en la cola para mostrar el salvoconducto del rey aragonés.»
La batalla de Formigues suponía, en la práctica, el final de la cruzada. Sin bastimentos, el ejército invasor quedaba vendido y, encima, una epidemia se extendió entre sus filas, diezmándolo. Mientras Roger de Lauria liberaba Barcelona, los franceses evacuaron Girona y emprendieron la retirada del Ampurdán, sufriendo duros ataques en Besalú, Le Perthus y el Coll de Panissars. Finalmente los cruzados supervivientes llegaron a su país porque el número de heridos y enfermos que tenían era tal que también se les dejó marchar por clemencia.
Ahora bien, Pedro III no estaba dispuesto a dejar pasar aquello sin castigo. El primer objetivo de su venganza fue su hermano Jaime II, contra el que envió una expedición que le arrebató Mallorca. Pedro falleció a mitad de la campaña, en noviembre de ese mismo año (curiosamente, también habían ido expirando Carlos de Anjou, Martín IV y Felipe III), pero le tomó el relevo su hijo Alfonso III, que al año siguiente añadió Ibiza (además de tomar Menorca a los musulmanes en 1287). A Jaime II sólo le quedaron los territorios no insulares (el Rosellón, la Cerdaña y Montpellier) y no recuperó las Baleares hasta 1295, por el Tratado de Anagni.
Otro que tuvo que pagar fue Juan Núñez de Lara, que había intentado apresar a Pedro III a su vuelta de Burdeos para entregárselo a Felipe III. Su señorío de Albarracín, que repobló con navarros, fue absorbido por la Corona de Aragón. Por otra parte, el Languedoc también sufrió una invasión en 1286 por parte de dos millares de almogávares desembarcados al mando de Roger de Lauria. Pese a que los franceses reunieron un formidable ajército para cerrarle el paso, fueron barridos en Beziers.
Francia logró conservar el Valle de Arán, pero Carlos de Valois no pudo reinar nunca en Aragón e incluso se libró de caer prisionero por muy poco, pues en el Coll de Panissars se le dejó pasar, junto a su padre el rey y su familia, por deferencia a su alcurnia, mientras la tropa sí era atacada. En 1295, por el citado Tratado de Anagni, renunció definitivamente al trono; irónicamente, para entonces lo ocupaba Jaime II, al morir Alfonso III sin descendencia.
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