La cruel venganza de la URSS contra los jinetes cosacos rusos y ucranianos: «Fue la gran sangría de la IIGM» –
La palabra evoca la libertad desde que fue alumbrada hace siglos: cosaco. Temidos y respetados desde que fueran vistos por vez primera en aquella vieja Europa de principios del siglo XIX, estos soldados han estado siempre rodeados de cierto aura de romanticismo. Un ejemplo es el escritor John Ure, quien los definió como unos «diestros jinetes, ataviados con cartucheras y gorros de piel y armados con sables». Y otro, los elogios que les dirigió Napoleón Bonaparte, que poca presentación necesita, tras ser aplastado en el este: «Fueron ellos los que garantizaron a Rusia el éxito de su campaña. Tienen las mejores tropas militares de las existentes».
Para su desgracia, no provocaron el mismo sentimiento en la Unión Soviética de Lenin y Stalin.
El primero cargó contra ellos por haberse mantenido leales al zar tras la Revolución de Octubre y la guerra civil rusa. Y otro tanto hizo el segundo después de que muchos de ellos, hartos de las políticas de represión soviética, se unieran al bando alemán durante la Segunda Guerra Mundial y formaran el XV Cuerpo SS de Caballería Cosaco. Tras el conflicto, hasta 50.000 de estos guerreros y sus familias –muchos ucranianos– fueron entregados por los británicos al Ejército Rojo. Y de ellos, varios millares acabaron fusilados sin pruebas. «Fue la gran sangría de la IIGM», afirmó ABC en los años 90.
Traición
La deslealtad hacia Stalin del XV Cuerpo terminó por salir muy cara a sus integrantes. Con la retirada alemana de sus territorios en 1945, y ante la llegada del Ejército Rojo, los cosacos arriaron la bandera y cruzaron la frontera con Austria para entregarse a los aliados; en concreto, a los oficiales ingleses. Para entonces llevaban ya meses enfrentándose a los partisanos locales. «Los oficiales de Su Majestad Británica, el general Archer, el coronel Bryar y el mayor Davis aceptaron su rendición», explicaba, en un extenso artículo que conmemoraba el medio siglo de todo este episodio, el enviado especial a Bleiburg Ramiro Villapadierna.
Los cosacos no obtuvieron lo que querían. Ni tampoco las mujeres y niños que les acompañaban sabedores de que en la URSS solo les esperaba muerte. Los ingleses, para empezar, se repartieron sus caballos. Los mejores para los oficiales, y de ahí, hacia abajo. El 26 de mayo, por si no fuera ya bastante desgracia, un comando escocés del VII Batallón se apropió de su banca común. Y hete aquí que llega uno de sus mitos más famosos: el que afirma que, para mantener su honra, muchos decidieron arrojarse a las aguas del río Drava antes de ser fusilados. Así lo narró ABC en 1995:
«Finalmente, en Lientz, el 31, el mayor Davis ordena disparar contra la masa que celebra el oficio de difuntos, antes de ser entregados a los rusos. Las mujeres se arrojan al Drava con los hijos en brazos. Miles de cosacos a caballo las siguen, desapareciendo bajo las aguas. En estos valles húmedos del Drava se produjo la última gran sangría de la Segunda Guerra Mundial. O quizá la primera de la Guerra Fría. Entre el fuego ruso, los cuchillos partisanos y la flema de los oficiales británicos del I Regimiento Kensington, las laderas quedaron regadas de cuerpos y la sangre llegó al río».
Tras el mito
Más allá de esta leyenda –que pueden creer o no– la realidad es que los ingleses deportaron a Rusia a miles y miles de cosacos que, o se entregaron tras el fin de las hostilidades, o fueron expulsados a Austria desde Italia. En palabras del primo de Tólstoi, Nikolai, los aliados no supieron captar «el inenarrable perfume de libertad de la estepa» y entender que estos jinetes no se habían aliado con Adolf Hitler por convicción ideológica, sino como venganza hacia las tropelías del Camarada Supremo. «No fueron sensibles a quienes tienen su patria en una tienda de campaña y solo reconocen al caballo debajo y a Dios encima», explica ABC.
En total, los ingleses entregaron a 50.000 cosacos –entre ellos, 11.000 mujeres, niños y ancianos– a la URSS. Cuarenta vagones cargaron hasta Rusia a los supervivientes de las primeras cribas reconocidas por el primo de Tólstoi: 2.000 oficiales fusilados por el Ejército Rojo ante el I Regimiento Kensington. La misma que, según el mito, llevó a mujeres, niños y jinetes a arrojarse al Drava.
Las deportaciones continuaron en junio de 1945, meses después de que Adolf Hitler se pegase un tiro en la cabeza en el búnker de la Cancillería. Hasta entonces, los británicos enviaron a decenas de miles de caucásicos y cosacos acusados de traición hasta la URSS. La mayoría fueron sometidos a juicio por las tropas de Stalin, con un resultado imaginable. Al menos, según afirman autores como Javier Barraycoa en ‘Eso no estaba en mi libro de la Revolución Rusa’ (Almuzara).
Entre los líderes que pasaron por el patíbulo tras ser entregados y sometidos a juicio destacó el general cosaco Semión Krasnov. El mismo al que los ingleses habían dado la Orden del Imperio Británico por su participación en la guerra civil rusa. Y otro tanto le sucedió al teniente general Andréi Shkuró. Ambos fueron ahorcados en la plaza pública el 17 de enero de 1947 para escarmiento y ejemplo de la sociedad. Y, tal y como explica Barraycoa, funcionó, pues sus colegas huyeron, «adoptaron diferentes nacionalidades y mantuvieron su identidad en secreto hasta la disolución de la Unión Soviética en 1991».
Problema de décadas
Las bondades (o crueldades) de los cosacos habían sido sufridas por el mismísimo Napoleón Bonaparte. Líder que había tenido que aguantar cómo decenas de estos letales soldados acababan con sus tropas mientras trataban de retirarse de Moscú. Leales al zarismo durante las diferentes revoluciones, aunque protagonistas también de algunos alzamientos contra gobiernos establecidos, los cosacos habían sido adoptados como una guardia de élite por los dirigentes a finales del siglo XIX.
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