¿Quién hizo sonar la nariz de la Gran Esfinge?
Todo en la Esfinge de Guiza irradia misterio. Su origen, los motivos de su construcción, su función e incluso su nombre. La voz «esfinge» procede del griego sfigx, que significa estrangulador y se emplea para designar a un demonio de destrucción y mala suerte que la cultura helena representa como una criatura con cuerpo de león y alas de ave. La esfinge griega era la guardiana de la ciudad de Tebas, que solo dejaba pasar a los viajeros que acertaran a responder al enigma: «¿Qué criatura de una sola voz camina con cuatro piernas por la mañana, con dos al mediodía y con tres al anochecer, y es más débil cuantas más piernas tiene?». En caso de errar, la esfinge estrangulaba al viajero y se lo comía. No obstante, pese a la notoriedad de la versión helena, la figura de Guiza es muy anterior a estas creencias griegas y, más bien, es la que inspiró al resto de esfinges.
Dibujo del arquitecto danés Frederick Lewis Norden, en 1737, de la Esfinge sin nariz.
¿La cara del faraón Kefrén?
La Esfinge de Guiza se ubica cerca del Río Nilo, a pocos kilómetros de la que hoy es la capital egipcia, El Cairo. Su construcción se ha emplazado tradicionalmente bajo el periodo del faraón Kefrén (aproximadamente hace 4.500 años) quien habría colocado un centinela de caliza frente a su famosa pirámide en el valle de Jafra. Los arqueólogos, sin embargo, no han sido capaces de concluir quién fue exactamente su patrocinador y cómo fue su proceso de construcción, por lo que su vinculación con Kefrén es meramente circunstancial y está basada en las similitudes de estilos arquitectónicos, pero no cuenta con respaldo documental serio de ningún tipo. Es por esta razón que muchos investigadores, basados en evidencias principalmente geológicas, le otorgan una edad mucho mayor al monumento, desde 12.000 años hasta unos increíbles 800.000 años de antigüedad.
Su construcción no se menciona en los textos del Reino Antiguo y su existencia es omitida por el historiador griego Herodoto, que sí describe con detalle las características de las pirámides de Guiza, lo cual ha llevado a pensar que durante largos periodos de tiempo la Esfinge permaneció enterrada por completo en la arena. En tiempos del romano Plinio «El viejo» volvió a ser visible y éste recogió en sus textos que allí permanecía enterrado el Rey Harmais (u Horemheb). Se equivocaba. El autor romano, además, anota otra falsa creencia de la población local: el que la Esfinge había sido tallada y transportada luego hasta la meseta. La cercanía de una cantera con el mismo material empleado en su construcción descarta esta teoría.
La estructura, de una altura de 20 metros, está formada por una cabeza humana mirando hacia el Este (por donde sale el sol por la mañana), vestida con el nemes (una prenda a rayas blancas y azules), y por un cuerpo de león tumbado. La cara exhibe restos de pintura roja y se muestran ciertos vestigios de rojo y negro por la zona del cuerpo. Esta cara humana —siempre bajo lo que dice la historia oficial— sería la del ya mencionado faraón Kefrén o su padre.
Sin embargo, al ser comparado el rostro de la Gran Esfinge con estatuas de Kefrén, las coincidencias brillan por su ausencia. El lector estará de acuerdo en que uno no puede pasar por alto este detalle para una civilización que, valga la redundancia, se destaca por un detallismo exquisito en sus obras arquitectónicas
Pero, sea de quien sea el rostro, también hay quien sugiere que no es el original, y que aquel que ideó al guardián de la meseta lo hizo como un león completo. Este hecho pivotaría sobre la evidente desproporción que se observa entre el cuerpo y la cabeza del monumento. De ser esto cierto, entonces nos enfrentaríamos con dos fechas: una más antigua para la construcción del original, y otra más moderna para la modificación de la cabeza de león a humana, de hocico a nariz.
La expedición científica de Napoleón
Luego del breve y necesario repaso sobre los complicados misterios de la Gran Esfinge, centrémonos ahora en el tema que generó este artículo: su —ya inexistente— nariz.
En medio de todas estas especulaciones emergió la creencia popular de que fueron las tropas napoleónicas las que, usando la Esfinge como blanco en sus prácticas de artillería, dejaron sin nariz a la escultura. La teoría, no obstante, choca con el espíritu de una expedición, entre lo militar y lo científico, que sirvió a Europa para redescubrir la civilización egipcia. Con el objetivo de liberar Egipto de las manos turcas, el prometedor general Bonaparte, victorioso en Italia, desembarcó en el país del Nilo durante el verano de 1798 con más de treinta mil soldados franceses poniéndose por objetivo avanzar en dirección a Siria.
Un grupo de investigadores de distintas disciplinas (matemáticos, físicos, químicos, biólogos, ingenieros, arqueólogos, geógrafos, historiadores…), más de un centenar, acompañó a Napoleón para estudiar al detalle aquel país de las pirámides maravillosas y los dioses milenarios. Entre ellos figuraban los matemáticos Gaspard Monge, fundador de la Escuela Politécnica; el físico Étienne-Louis Malus; y el químico Claude Louis Berthollet, inventor de la lejía. Es decir, algunos de los científicos más brillantes de su generación acudieron a la llamada del general, de 28 años, sin conocer siquiera el destino del viaje hasta que navegaron más allá de Malta: «No puedo decirles adónde vamos, pero sí que es un lugar para conquistar gloria y saber».
Allí, Napoleón halló a una Esfinge ya sin nariz y sepultada en la arena; se internó en la Gran Pirámide en un extraño viaje espiritual; y sus hombres encontraron la llave para conectar Occidente con Egipto. Mientras un soldado cavaba una trinchera en torno a la fortaleza medieval de Rachid (un enclave portuario egipcio en el mar Mediterráneo), halló por casualidad la conocida como la piedra Rosetta, la cual sirvió para descifrar al fin los ininteligibles jeroglíficos egipcios. Se trataba de una sentencia del rey Ptolomeo, fechada en 196 a.C, escrita en tres versiones: jeroglífico, demótico y griego. A partir del texto griego fue posible encontrar las equivalencias en los jeroglíficos y establecer un código para leer los textos antiguos.
La puerta secreta al interior
Los soldados de Napoleón no causaron daño alguno a la construcción. De hecho, ni siquiera los eruditos franceses dedicaron gran atención a la Esfinge durante su expedición. Trazaron mapas de la meseta y limpiaron de arena la zona trasera del monumento. Poco más.
Los supuestos descubrimientos llegaron más tarde. Auguste Mariette, fundador del Museo Egipcio de El Cairo, aseguró tiempo después que Napoleón había encontrado una puerta que permitía acceder al interior de la Esfinge. La Estela de Benermerut, del reinado de Tutmosis III, revela también una puerta abierta en el costado de la base, lo cual ha animado a sucesivos arqueólogos a buscar cámaras interiores sin grandes resultados hasta hoy.
Según el historiador Muhammed al-Husayni Taqi Al-Din, el único responsable de causar la destrucción de la Esfinge fue un fanático religioso que, en 1378, destrozó su nariz y parcialmente sus orejas. Por este ataque fue finalmente condenado a muerte por las autoridades locales. Lo que no está claro es si también tuvo la culpa del desprendimiento de su barba, cuyos restos se hallaron durante unas excavaciones modernas y hoy se conservan parcialmente en el Museo Británico de Londres. Una barba de piedra que fue añadida después de la construcción del monumento, dado que no se aprecian muestras de daño en la quijada como deberían aparecer si hubiera formado parte de la estructura original.
Tal vez se cayó de forma natural como otras partes de la estructura. La caliza del monumento es de tan escasa calidad que se ha ido deteriorando de forma más evidente que otras construcciones de su misma meseta. A finales del siglo XX cayeron fragmentos de caliza en dos ocasiones: se hundió en 1981 un pedazo del revestimiento de la pata trasera izquierda; y en 1988 se desmoronó un fragmento de tres toneladas del hombro derecho.
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