Sigurd I de Noruega, el vikingo que fue a la Primera Cruzada
Si hay un pueblo asociado a una imagen bien definida es el vikingo. La estampa de sus drakkars arribando a una playa y sus ocupantes desembarcando espada en mano, protegidos por sus escudos y dando feroces alaridos de guerra constituye toda una iconografía del Medievo, a pesar de ser muy estereotipada. Buena parte de la fascinación que aún producen se basa en su atractiva mitología pagana, repleta de elementos mil veces imitados por la fantasía literaria y cinematográfica actuales, por eso resulta tan insólita la historia de Sigurd I de Noruega, el primer vikingo que se fue a las cruzadas.
El cristianismo empezó a asentarse en Escandinavia a partir del siglo IX por la acción de los misioneros que visitaban la región ya desde la centuria anterior. No fue una conversión fácil y si muchos de esos predicadores debieron tener la frustrante sensación de clamar en el desierto, otros lo pasaron peor al terminar esclavizados o simplemente asesinados. Pero la semilla estaba sembrada y floreció en torno al año 965, cuando el rey danés Harald Blåtand abrazó la nueva fe. Sus súbditos no siguieron el ejemplo y hubo que esperar al reinado de su nieto Canuto para que el cristianismo se generalizase.
En Noruega la cosa fue diferente, impuesta de arriba a abajo forzosamente por los monarcas Olaf Tryggverson y Olaf Haraldsson. Suecia, en cambio, fue más reticente y la nueva religión no fue oficial hasta el año 1008, en que el rey Olaf Skötkonung se convirtió; no así su pueblo, al que fue necesario «convencer» destruyendo las estatuas de los antiguos dioses y talando los bosques sagrados. Aquel cambio espiritual tan drástico en el mundo vikingo supuso el final de su forma de vida tradicional; se acabaron los sacrificios humanos, la eliminación de niños débiles, los entierros con ajuar, disminuyeron las razzias indiscriminadas y se erigieron las bellas iglesias de madera de las que todavía se conservan ejemplos.
Y una de las cosas más sorprendentes fue la presencia de un soberano vikingo en Tierra Santa en defensa de la fe de Cristo, tal como cuenta la Heimskringla o Crónica de los reyes de Noruega, una colección de sagas nórdicas escritas por el escaldo islandés Snorri Sturluson, que negoció con el rey noruego Haakon IV el sometimiento de la isla a su autoridad. Su estancia en la corte le permitió conocer bien la historia del país y fruto de ello fue la redacción de la citada Heimskringla , una de cuyas sagas, la Magnússona, cuenta la historia de los hijos de Magnus (Sigurðar saga jórsalafara, Eysteins ok Ólafs), Sigurd, Øystein y Olaf.
Sigurd Magnusson, nacido en Noruega en torno al año 1090, era el segundo de los tres hijos del rey Magnus III, tras Øystein y antes que Olaf; los tres de madres diferentes y, por tanto, con el mismo derecho a la sucesión, razón por la cual a la muerte de su padre gobernarían juntos. Pero antes, un Sigurd todavía niño acompañó a su progenitor en una expedición a los archipiélagos del norte de Escocia e Irlanda (Orcadas, Hébridas, Mann), recibiendo primero el título de jarl (conde) de las Orcadas en sustitución de los depuestos Paul y Erlend Thorfinsson y después siendo coronado rey de todas las islas tras derrocar al monarca local, quedando aquel territorio insular vinculado a Noruega durante mucho tiempo.
Estos hechos ocurrieron en el año 1098 y no está claro si Sigurd regresó con su padre o se quedó. En cualquier caso, Magnus volvió cuatro años más tarde y, con vistas a pactar una alianza, se casó con una hija del dalcassiano Muirchertach Ua Briain (también conocido como Murtough O’Brien), hijo del rey de Munster (la provincia sur de la isla irlandesa) y que se había autoproclamado rey supremo de Irlanda. Para fortalecer el acuerdo y pese a que sólo tenía catorce años, Sigurd desposó a Bjaðmunjo, la hija de Muirchertach, que era aún más joven. Los nuevos socios emprendieron entonces una campaña militar que les permitió controlar el Ulster.
Pero cuando Magnus se disponía a retornar a su hogar en el 1103 falleció en una emboscada del enemigo. Eso supuso la ruptura del matrimonio de Sigurd, al fin y al cabo un simple adolescente que tendría que compartir el poder con sus hermanos. En efecto, se formó aquel peculiar triunvirato (sólo teórico porque Olaf apenas tenía cuatro años), que se mantuvo por el afecto que se tenían entre sí y porque el reino vivía en la abundancia gracias a que las incursiones de su difunto progenitor proporcionaron riqueza y dominios. De hecho, se considera aquélla una edad de oro noruega, un florecimiento cultural y político al que no afectó el hecho de que las Hébridas y Mann aprovechasen la muerte de Magnus para independizarse (por contra, las Orcadas permanecieron sujetas)
No obstante, faltaba aún el episodio más singular. En 1095, durante el Concilio de Clermont, el papa Urbano II había convocado la Primera Cruzada para auxiliar al Imperio Bizantino y liberar los Santos Lugares, que habían caído en manos de los selyúcidas. Al llamamiento respondió inicialmente la conocida como Cruzada de los Pobres que, bajo el liderazgo de Pedro el Ermitaño, fue fácilmente derrotada por los turcos. Luego, en 1097, llegó el turno de la Cruzada de los Caballeros, que a despecho de sus luchas internas tuvo éxito y creó un reino cristiano en Jerusalén, tomada en 1099 y con Godofredo de Bouillón como rey, enseguida sucedido por su hermano Balduino.
Eso no significó que llegara la paz porque las desavenencias entre cristianos les dejaron a merced de una coalición musulmana, por lo que siguieron fluyendo tropas desde Europa hacia la región palestina lenta pero regularmente. En ese contexto se enmarcó lo que se ha dado en denominar la Cruzada noruega. La decidieron Sigurd y Øystein en 1107, acordando -no sin cierta disputa- que el primero la lideraría por tener mayor experiencia bélica mientras el segundo se quedaría gobernando el reino.
Sigurd, que ya había cumplido dieciocho años, se puso así al mando de una fuerza de algo más de cinco mil hombres (parte de ellos esclavos con la promesa de ser manumitidos) que en otoño de 1108 zarparon de Bergen en unos «sesenta barcos de guerra de hermosa construcción», narra Sturluson, y «según la voluntad de Dios/de aquí hacia fuera navegaron». Se dirigieron a Inglaterra, donde fueron acogidos por Enrique I para pasar el invierno.
En la primavera de 1109 se pusieron otra vez en marcha, dejando atrás el Canal de la Mancha, costeando Francia y descansando un tiempo en Santiago de Compostela para invernar de nuevo; la escasez estacional en lo que llamaban Galizuland hizo que el señor local se negara a facilitarles avituallamiento, por lo que tomaron y robaron su castillo antes de irse. También en aguas hispanas se produjo un curioso enfrentamiento naval, cuando se toparon con una flota árabe dedicada a la piratería que, tras ser vencida, engrosó con ocho naves más la de Sigurd -que combatía siempre junto a los suyos, como era costumbre vikinga-.
Llegaron a Sintra, asaltando su fortaleza y pasando a cuchillo a la guarnición por negarse a abrazar el cristianismo. Lo intentaron también en Lisboa pero estaba bien defendida y no pasaron de las afueras. La que no se libró fue Alcácer do Sal (donde «el desesperado lamento de las viudas de los paganos/resonó en las casas vacías/por cada hombre huido o muerto»), para después cruzar Norfasund (el Estrecho de Gibraltar), continuando sus depredaciones en Formentera, Ibiza y Menorca; evitaron Mallorca porque estaba bien fortificada y a esas alturas ya habían acumulado un botín fabuloso.
Recuperaron fuerzas en Sikileyjar (Sicilia), bien recibidos por Rogelio II, un joven (trece años) conde normando, y finalmente pisaron Tierra Santa en el verano de 1110, desembarcando en Akrsborg (Acre) y dirigiéndose a Jorsalaland (Jerusalén), donde Balduino les acogió calurosamente. Los dos reyes se hicieron amigos y visitaron el río Jordán, en cuyas aguas se dijo que Sigurd fue bautizado. Luego el vikingo apoyó con su flota a Balduino y al duque de Venecia Ordenato Faliero en la conquista de Sidón, que estaba en poder de los fatimíes y cayó en diciembre; como premio especial se le regaló a Sigurd una astilla de la Vera Cruz.
Como todo quedó más o menos pacificado, los noruegos se desplazaron a Chipre y de allí a Miklagard (Constantinopla), donde permanecieron una temporada. Sigurd dio por terminada su cruzada y emprendió el regreso a su reino por tierra, dejando en manos del emperador bizantino Alejo I la mayor parte de las riquezas obtenidas y la flota.
De hecho sólo le acompañó un centenar de sus hombres porque el resto, aparte de las bajas y otros que fueron volviendo en grupos pequeños, prefirió quedarse al servicio del Imperio Bizantino incorporándose a la Guardia Varega. Ésta era la escolta de los emperadores que había creado Basilio II en el año 988, tras un acuerdo con la Rus de Kiev -una vez que ésta se cristianizó-, debido a que los varegos (vikingos suecos establecidos en Rusia, Bielorrusia y Ucrania) eran de lealtad probada frente a los bizantinos, tendentes a cambiar de bando si había dinero de por medio.
El viaje de retorno llevó tres años y permitió a Sigurd conocer numerosos reinos centroeuropeos hasta llegar a Dinamarca, donde el rey Niels le dio un barco para cruzar a Noruega. Era el 1111 y se reencontró con Øystein, quien se había convertido en un monarca muy popular, no sólo por sus notables dotes personales sino también por una provechosa política que había llevado prosperidad general y al fortalecimiento de la Iglesia. Pero su hermano falleció en 1123 y como Olaf también lo había hecho en el 1115, Sigurd se quedó solo al frente del país.
Estableció su capital en Konghelle, donde construyó un castillo y erigió un templo -hoy perdido- para albergar la mencionada reliquia regalada por Balduino. Asimismo, continuó la línea de reforzar a la Iglesia introduciendo el diezmo religioso y fundando una diócesis en Stavanger. Y si bien tuvo un choque con ella cuando el obispo de Bergen se negó a concederle el divorcio de su esposa Malmfred de Kiev (tuvo que nombrar a otro más receptivo que si accedió), en 1123, el mismo año del óbito de Øystein, demostró que no cejaba en su apoyo al estamento eclesial encabezando una expedición contra la sueca Småland porque sus habitantes habían retomado el paganismo.
En 1130, a la edad de cuarenta años y tras veintisiete de reinado, Sigurd enfermó y murió en Oslo. Fue enterrado en la Catedral de San Hallvard y al no dejar herederos varones legítimos (sólo Cristina, una hija que tuvo con Malmfred), el trono lo heredó Magnus, bastardo concebido con su amante Borghild Olavsdotter. Los otros vástagos e incluso su sobrino Olaf el Desafortunado, hijo de Øystein, reclamaron sus derechos (en la tradición vikinga no sólo contaba la sangre sino también la popularidad) y Noruega quedó sumida en una terrible guerra civil que duraría más de un siglo, hasta 1240.
Aquel vikingo que fue el primero en combatir en Tierra Santa en nombre del Dios cristiano pasó así a la Historia como Sigurðr Jórsalafari, es decir, Sigurd el que ha estado en Jerusalén. O el Cruzado.
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