martes, 23 de agosto de 2022

Así se propagó el incendio que arrasó 13.200 edificios y 83 iglesias de Londres: «Fue la mano de Dios»

 

Así se propagó el incendio que arrasó 13.200 edificios y 83 iglesias de Londres: «Fue la mano de Dios»











Representación del incendio de Londres de 1666 BEN SUTHERLAND
Representación del incendio de Londres de 1666 BEN SUTHERLAND

En la madrugada del 1 de septiembre de 1666, a Thomas Farriner le despertaron las llamas del bajo de su vivienda, donde tenía los hornos de su panadería, en el que fue el comienzo del fuego más devastador de la historia de la capital británica

A la una de la madrugada del 1 de septiembre de 1666, a Thomas Farriner y a su familia les despertó una espesa humareda. El bajo de su vivienda en Pudding Lane, donde se encontraban los hornos de su pequeña panadería, estaba en llamas. Lograron salvarse en el último segundo al saltar desde su tejado a una casa vecina. La doncella –que dejó sin apagar uno de ellos antes de retirarse a descansar, según la hipótesis principal– se quedó paralizada de terror y pudo seguirlos. Fue la primera víctima de lo que en horas se convirtió en el incendio más devastador de la historia de Londres.

«Desde la superficie del Támesis, de cara al viento, se sentía uno casi quemado por las chispas», anotó en su diario el célebre cronista inglés y funcionario del Almirantazgo, Samuel Pepys. Estaba contemplando desde una pequeña balsa en el río aquel espectáculo pavoroso que duró cuatro días y arrasó la cuarta parte de una capital que tenía entonces 350.000 habitantes. Las llamas acabaron con 13.200 casas y 83 iglesias y se propagaron por 400 calles. La catedral de San Pablo, que contemplaba la City desde hacía cuatro siglos, quedó destruida. Sin embargo, los registros oficiales solo recogieron, milagrosamente, seis muertes.

Farriner siempre negó que la catástrofe hubiese comenzado con una chispa en sus hornos. Como Inglaterra se encontraba en guerra contra Holanda y enemistada con Francia y España, el humilde panadero intentó culpar a estas potencias extranjeras y a los católicos. En la exposición organizada por el Museo de Londres en 2016, con motivo del 350 aniversario del incendio, incluyeron un libro de la época en el que se defendía que había sido consecuencia de un ataque urdido por los pérfidos jesuitas.

Las teorías conspiranoicas calaron en unos vecinos presos de la ira tras ver cómo sus hogares se habían reducido a cenizas. De hecho, intentaron linchar a todos los foráneos que identificaron por las calles. El embajador español, el conde de Molina, tuvo que dar refugio a varios compatriotas para que no acabaran con sus vidas. La primera víctima de la justicia popular fue un tal Robert Hubert, un francés al que acusaron de iniciar el fuego con el testimonio incriminatorio de, entre otros, el panadero.

«Fue la mano de Dios»

Como se pueden imaginar, no le dio tiempo a defenderse. Pocas horas después se encontraba «bailando en el árbol de Tyburn». Es decir, fue enviado a la gigantesca horca que había en el extremo oeste de lo que hoy es la Oxford Street. La misma en la que fueron ejecutadas alrededor de 50.000 personas entre 1196 y 1783. El último condenado a muerte fue John Austin, un conocido asaltante de caminos. Hubert, sin embargo, tuvo la mala suerte de que un capitán declarara que lo había traído a Inglaterra en su barco dos días después del inicio del incendio, pero este ya había sido ahorcado.

Al Rey Carlos II de Inglaterra no se le ocurrió otra cosa que acabar con los bulos y las palizas, señalando ante un grupo de vecinos furibundos al ‘verdadero’ culpable: «Fue la mano de Dios, no un complot». La teoría caló entre las víctimas, que no podían creerse cómo podían estar viviendo aquel infierno después de la gran plaga de peste que había asolado la ciudad dos años antes. «Hubo 75.000 muertos por la epidemia, a pesar de la evacuación en masa. Fue una oleada trágica de dolor y pánico que provocó escenas espeluznantes por los fallecimientos en racimos y la rápida disposición de los muertos, que con el lúgubre son de la campana anunciaba el carro en el que se hacinaban y trasladaban los cadáveres para evitar la propagación», contaba ABC en un reportaje de 1966 titulado ‘La gran plaga y el gran incendio de Londres (1666-1966)’.

Solo dos años después de esta desgracia, y sin tiempo para reponerse, llegó la nueva, a la que el otro gran diarista de la Restauración, John Evelyn (1620-1706), se refirió así: «La conflagración fue tan universal y la gente se quedó tan asombrada que, desde el principio, no sé por qué abatimiento o destino, apenas se movió para apagarla. No se oyeron más que gritos y lamentos y solo se vieron criaturas distraídas corriendo sin intentar salvar sus bienes. Había sobre ellos una consternación muy extraña».

Detalle de una pintura de 1666 del incendio de Londres de un artista desconocido, con la Torre de Londres a la derecha, el puente de Londres a la izquierda y la catedral de San Pablo al fondo

«Los pichones que amaban»

En 1966, ABC también se hacía eco de los detalles recogidos por Pepys:

«Las criadas, que habían trasnochado para preparar la fiesta del día siguiente, despertaron a Samuel Pepys alrededor de las tres de la madrugada para informarle de que se veía un gran fuego en la ciudad. Este cuenta que se levantó y que, ‘poco acostumbrado a observar incendios’, pensó que la localización era lejana y se volvió a dormir tranquilamente. Se levantó a las siete de la mañana para vestirse y observó el fuego desde la ventana de su casa, situada en Seething Lane, cerca de la Torre de Londres. Siguió creyendo que no era tan cercano y tan intenso como en realidad era.

El servicio le informó entonces de que habían ardido ya más de 300 casas, que el fuego se extendía a lo largo de Fish Street y que el London Bridge estaba en llamas. Impresionado ‘hasta los tuétanos’, según su propia frase, se desplazó a la Torre de Londres y observó que, efectivamente, todo el puente estaba preso de un fuego ‘infinito’. Parecía un arco de llamas tendido de un lado al otro del Támesis. Visitó entonces al lugarteniente de la Torre, el cual le informó de que el fuego se había iniciado en el obrador del panadero del Rey, en Pudding Lane, y que había ardido la iglesia de San Magnus y la mayor parte de Fish Street. Pepy observó sentimentalmente que ‘los pobres pichones, no queriendo abandonar sus cobijos, revolotean alrededor de los balcones y ventanas de las casas en llamas, y se desploman después al quemárseles las alas’».

Al parecer, el Rey y el duque de York llamaron a este cronista, cuyo diario no se publicó hasta un siglo después. Este les indicó que si no derribaban las casas, no habría medio de contener el fuego. El monarca le encomendó que diera la orden en su nombre al lord mayor, al que después se encontró en Canning Street, físicamente derrotado, con un pañuelo ceñido al cuello y gritando: «¡No me obedecen! He derribado muchas casas, pero el fuego avanza con más rapidez que nosotros». Fue en ese momento cuando Pepys se embarcó en una balsa y se puso a cubierto en medio del Támesis, desde donde siguió observando el espectáculo dantesco:

«La contemplación de la gran hoguera que cubría una enorme extensión, nimbada por el arco fulgurante del puente de Londres en llamas, sobrecogía el corazón y hacía llorar a nuestros ojos, que estaban irritados por el humo caliente, el polvo de ceniza y las chispas que nos alcanzaban. Iglesias y casas, todo estaba ardiendo. El ruido espantoso por el estampido de los gases y los materiales en combustión, los derrumbamientos y la sensación de cataclismo nos hicieron volver a nuestras casas con el ánimo deprimido».

Pintura al óleo de autor desconocido, realizada en 1670, del Gran Incendio de Londres visto desde Ludgate

La reconstrucción

El verano de 1666 había sido extraordinariamente cálido y seco, y en los cuatro días que duró el incendio corrió un viento del Este sostenido que en nada ayudó a ponerle fin. Una de las causas de su rápida expansión fue el aumento de los precios por parte de las autoridades sobre las construcciones de ladrillo. Eso llevó a muchos vecinos a seguir utilizando la peligrosa madera en la construcción de sus viviendas. Además, estas se concentraban en callejones muy estrechos, donde sus fachadas casi se tocaban.

Este hecho convertía a Londres en una especie de olla a presión. Cuando finalmente estalló, el humo llegaba tan lejos que se hizo visible desde Oxford, a 80 kilómetros de distancia. Muchos de los damnificados tuvieron que vivir durante ocho años en tiendas de campaña a las afueras de la ciudad. Otros se refugiaron en barcas sobre el río Támesis. Los trabajos para recuperar la City, el histórico barrio financiero que se convirtió en el más afectado de Londres, se prolongaron durante cuarenta años. Cuando ardió la catedral de San Pablo, el arquitecto que le iba a devolver su esplendor, Christopher Wren, tenía 33 años. Cuando completó la obra, 79.

«La reconstrucción de la amada capital fue el primer propósito de los londinenses. El Gran Incendio tuvo un balance beneficioso para ella, pues la reedificación fue vasta y pudo obedecer a un plan reflexivo de conjunto que representó un gran progreso sobre la antigua ciudad», apuntaba ABC trescientos años después.

El fuego provocó que 14 años después se fundase en Londres la primera compañía de seguros. Hubo, además, una campaña en todo el país para recaudar dinero con el que cubrir el coste de los trabajos. El Parlamento aprobó en febrero de 1667 una Ley de Reconstrucción y se constituyó un Tribunal del Fuego para dirimir los pleitos originados por la catástrofe. En 1711, Londres tenía ya 550.000 vecinos, una flamante catedral y estaba en guerra de nuevo con España. Pudding Lane se convirtió en una atracción turística, aunque solo tres edificios de madera sobrevivieron a las llamas.


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