El relato que cuenta cómo estas islas prodigiosas salieron de su ancestral aislamiento puede iniciarse con una carta escrita en 1948. Volveremos a ella más adelante. Ahora toca repasar la historia de las Eolias, puñado de islas del Tirreno, porción del Mediterráneo situada al noreste de Sicilia. Empezó a escribirse mucho antes. En el siglo VIII antes de nuestra era, el poeta griego Homero escribe La Odisea. Épico relato de uno de los viajes más legendarios de la historia, el regreso a Ítaca de Ulises y sus hombres al acabar la Guerra de Troya.
Fue una singladura por el Mediterráneo que les llevó 10 años. En tan largo periplo, el héroe visita estas islas, lo que da pie a Homero para incluir la más hermosa metáfora jamás escrita sobre un volcán. Aparece en el canto IX, cuando el cíclope Polifemo atrapa a los griegos en su caverna. Eran los cíclopes gigantes de un solo ojo, de descomunal poder y carácter irascible. Ayudantes en la fragua de Hefesto, dios heleno del fuego, Polifemo, hijo del dios del mar Poseidón, era su caudillo. Devorados varios marineros por el monstruo, Ulises hace uso de su astucia para escapar. Tras asegurar a Polifemo que su nombre es Nadie, emborracha al gigante. Cuando este duerme la borrachera, clava un mástil en su único ojo dejándole ciego. A continuación, aprovechando que el coloso abre la cueva para que salgan sus ovejas, los griegos escapan agarrados a la panza de los animales.
El gigante no les descubre, pues solo palpa los lomos del ganado. Cuando se da cuenta del engaño, pide auxilio a los demás cíclopes. Estos acuden y le preguntan quién le ha dejado ciego, a lo que contesta que Nadie. Tomándole por loco, le dejan. Polifemo empieza a rugir, al tiempo que lanza al mar enormes rocas en un intento por hundir el barco de Ulises.
Desde el tiempo de las leyendas los volcanes son la razón de ser de este archipiélago declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 2000. Lo componen siete islas: Lípari, Vulcano, Stromboli, Salina, Panarea, Filicudi y Alicudi, a las que acompañan numerosos islotes. El origen de los dos nombres con los que se conocen estas islas de fuego se remonta a la Grecia clásica. Las Eolias fueron proclamadas por los antiguos helenos patria de Eolo, dios de los vientos; Lípari refiere a Líparo, hijo de Ausón y nieto de Ulises, fundador de una colonia en la isla principal.
Pocos de los numerosos turistas que llegan a las Lípari conocen estas historias antiguas. La mayoría acude por razones más terrenales. Muchos son vecinos de la cercana costa de Milazzo, incluso de Messina, que cogen el ferry para pasar una jornada tranquila. Gente sin demasiados posibles, por los 20 euros que más o menos les cuesta el pasaje del ferry disfrutan unas horas de playa aderezadas con una fuente de mejillones, calamares o, si se puede, de las gambas más frescas del litoral siciliano.
Los hay que aprovechan para tomar los baños de pretendidas virtudes medicinales de Fanghi di Vulcano, balsa de lodo a los pies del volcán en la isla del mismo nombre. Otros vienen de turismo puro y duro. Lípari es su principal destino. La isla más importante del archipiélago extiende su pintoresca capital en torno al puerto de Marina Corta. Bajo la iglesia de Anime del Purgatorio, las tradicionales barcas de pesca resisten el empuje de las cada vez más numerosas embarcaciones turísticas. Domina la villa el castillo enclavado sobre un peñón. En el interior de su recia muralla se recoge un conjunto monumental de primer orden, con el recomendable museo arqueológico, la basílica concatedral de San Bartolomeo, cuatro iglesias más y restos de un anfiteatro griego. Desde su altura las callejas medievales peatonales bajan al animado centro de la urbe. Aquí, la también peatonal Via Garibaldi concentra los principales comercios y restaurantes.
Es recomendable alquilar un motorino para dar la vuelta a la isla. Pequeño tour por carreteras tranquilas, lleva a parajes sobresalientes, como el Belvedere Quattrocchi y el Observatorio Geofísico, desde donde se contemplan todas las Eolias, en especial, la vecina Vulcano. Son parada obligada el Santuario de la Madonna della Catena, el tranquilo pueblín de Acquacalda, en el norte de la isla, y la playa de Canneto.
De Salina al cráter del Vulcano
Salina es la Eolia más verde. Coronada por los montes dei Porri y Fossa delle Felci, dos volcanes extintos, una red de senderos recorre la isla. Lleva a parajes singulares y al destino isleño preferido de los visitantes: Pollara, pueblito que fue escenario de El cartero (y Pablo Neruda), película de 1994, especialmente querida por los italianos, sobre todo por el fallecimiento del actor Massimo Troisi, que encarnó al cartero, al poco de finalizar el rodaje.
Filicudi y Alicudi son las más apartadas del archipiélago, también las menos turistizadas. La primera está rodeada de un litoral de acantilados con abundantes cuevas y ensenadas, escenario recomendado para el snorkel y pequeñas embarcaciones. Alicudi es más salvaje. Áspera y primitiva, un puñado de mínimos caseríos concentran la escasa población. Carente de carreteras, los burros, vehículo isleño tradicional, resisten el empuje de motorinos y motocarros eléctricos. De momento, en Alicudi la tranquilidad está asegurada.
Cada Eolia tiene, al menos, un volcán. Entre todos destacan dos: el citado Vulcano y, sobre todos, el Stromboli. Ellos son la razón de la llegada de la más singular de las tribus que visitan las Lípari: los trekkers. Subir al Vulcano, en la isla del mismo nombre, carece de dificultad. El ascenso hasta el borde del cráter de la Fossa, de 386 metros de altura, se realiza por un cómodo camino arenoso, casi una pista, en cuya entrada se compra la entrada que da permiso al acceso. Apenas media hora de subida, sin mayores inconvenientes que el sol implacable que gobierna el lugar. Circunstancia que muchos aprovechan para realizar la ascensión en bañador.
En la cimera reina un olor a huevos podridos. El borde del cráter se adorna con el delicado encaje amarillo de las afloraciones de azufre. En algunos puntos, la temperatura del suelo es tan elevada que traspasa el calzado y derrite las suelas. Lo habitual es asomarse al borde del cono y bajar lo más rápido posible para escapar de este infierno de altura y refrescar la calorina en la cercana playa de Acque Calde. El Stromboli es otra cosa. El volcán más activo de Europa lleva milenios sin dejar de escupir lava, cenizas, lapilli y gases. Su nombre deriva del que le pusieron los antiguos griegos: στρογγυλός —Strongylós—, que significa redondo, en alusión a su forma. En tiempos más recientes, en la isla al volcán se le suele llamar Iddu, Él.
La pequeña Stromboli tiene un núcleo principal integrado por los pueblos de San Vincenzo y San Bartolomeo. Al lado del puerto, el negro arenal de playa Scari es el escenario donde opera el grupo más importante de pescadores tradicionales de las Lípari. Hasta su fallecimiento en 2018, sobre todos destacaba la poderosa presencia de Mario Cusolito.
En el acarreo de las barcas para sacarlas del mar al amanecer, en la recogida de las redes y en la distribución del pescado, la imagen del patriarca de los pescadores isleños, con su enmarañada pelambrera, blanca como la cerrada barba en el final de sus días, y su rotunda corpulencia, fue la imagen más auténtica de los pobladores de la isla. Desde la playa las callejas trepan hasta la iglesia de San Vicente Ferrer, ante la que se abre una plaza mirador. Alrededor abren sus puertas un puñado de tiendas de comestibles, de recuerdos para los turistas y la farmacia. En las afueras llaman la atención el cementerio viejo y el no menos desolado campo de fútbol de ceniza volcánica.
Llegados a Stromboli en esta singladura por las Eolias, es momento de recalar en la carta que muchos refieren como el inicio de la contemporaneidad de las Eolias. Esto escribió su autora: “Estimado señor Rossellini, he visto sus películas Roma Città Aperta y Paisà y me gustaron muchísimo. Si tiene necesidad de una actriz sueca que habla muy bien inglés, que no ha olvidado su alemán, a la que casi no se le entiende en francés y que en italiano sabe decir solamente ‘te amo’, estoy lista para viajar a Italia a trabajar con usted”. Firmado: Ingrid Bergman. Se la envió en 1948 al director neorrealista italiano. Instalada en Estados Unidos, para entonces la actriz sueca ya era una estrella de Hollywood. La misiva causó efecto inmediato. Rossellini voló a Londres, donde ella rodaba una película. El flechazo fue irresistible. Tanto, que el italiano la invitó a protagonizar su siguiente proyecto: Stromboli, terra di dio, papel que tenía reservado para la que hasta aquel momento era su compañera sentimental: Anna Magnani.
Dejemos a un lado la reacción de la explosiva actriz romana, para señalar que la Bergman aceptó la propuesta. Y en abril de 1949 desembarcaron en la isla. Encontraron la pobreza y el aislamiento extremos. Solo una mujer alquilaba habitaciones. Por mediación del maestro pudieron rentar una casa abandonada. La remozaron con ayuda de los vecinos. La instalación de la ducha fue un acontecimiento. A pesar de que era un simple agujero en el techo por el que se echaba a cubos el agua cogida del mar. Durante cuatro meses permanecieron en Stromboli. A la dureza del rodaje se añadió la animadversión de los isleños, entre los que solo el maestro y el cura supieron vislumbrar la transcendencia que podría tener la película. Bajo las explosiones del volcán, Ingrid y Roberto vivieron una de las más tórridas pasiones del Séptimo Arte.
Una placa en la fachada de una singular construcción recuerda que es la Casa Rossa, el nido de amor de la pareja. Se alza a escasos pasos del objetivo de la mayoría de los visitantes que vienen a Stromboli: las agencias de trekking que les suben hasta la cumbre del Stromboli. A eso de las cinco de la tarde comienzan a aparecer decenas de trekkers dispuestos a realizar la ascensión más exótica de cuantas llevan a las cumbres de las montañas legendarias. Sin ser extremo, el desnivel que hay que salvar es importante, 924 metros.
Pero lo que hace realmente única esta subida es cómo se realiza. Antes que nada, debe saberse que está prohibido subir sin guía, bajo amenaza de arresto y multa. Una manera de proteger el empleo de los jóvenes de la isla. El que la caminata comience a las cinco de la tarde es para evitar las horas más calurosas y para llegar a la cima en noche cerrada, el mejor momento para contemplar el espectáculo de las erupciones. El equipo necesario es igual de inusual. Aunque se trata de una ruta carente de dificultades, una marcha que puede subirse con zapatillas de excursión, hay que llevar botas de montaña de caña alta. A pesar de que no se pisa una gota de nieve, se deben calzar las típicas polainas montañeras de invierno. La razón es poderosa: evitar que se llene el calzado de arena y polvo, en especial durante la bajada. Para protegerse de ese material que queda suspendido en el aire hay que llevar gafas estancas, como las de buceo, y mascarilla. De no hacerlo, la polvareda que se levanta en la bajada nos cegaría y ahogaría en cuestión de segundos. Linterna frontal y bastones de trekking también son obligados.
La subida dura en torno a tres horas. En la cima se permanece lo suficiente para contemplar varias explosiones que se producen cada 20 minutos por las tres bocas del cono volcánico. Es noche cerrada y entre las explosiones, destaca el resplandor de la Sciara del fuoco, palpitante herida que rompe la vertiente norte del volcán y enseña sus entrañas encendidas. Mucho más abajo, en el mar, se adivina la silueta de las embarcaciones que han venido a ver el espectáculo desde el agua. Entremezclados con las explosiones del monstruo llegan acordes musicales perdidos. Son Las Walkirias de Wagner, con las que uno de los barcos ameniza al pasaje. La bajada del Stromboli es ciencia ficción. Se desciende por una ruta más directa que la de la subida, más vertical. Se camina literalmente encima del que va por delante y bajo las suelas de quien marcha detrás. Se recorre un río de lapilli y escorias, caudal de microscópicas partículas donde te hundes hasta media pierna. El paso, más bien deslizamiento, de los excursionistas levanta nubes de polvo. Son tan espesas que, añadidas a la negrura de la noche, hacen que lo único que guía el descenso es el tenue resplandor de la frontal de quien baja delante.
Dejemos la emoción del Stromboli en busca de algo más epicúreo. Está en el destino de otra clase de visitantes más exquisita que la de los esforzados trekkers. Vamos a Panarea, nombre que obliga a señalar esta isla como la panacea de la jet set en esta parte del Mediterráneo. Acogedora y remota, la más pequeña de las Eolias es refugio de una constelación de celebrities donde no faltan futbolistas famosos, renombrados artistas, aristócratas trasnochados, playboys y cazafortunas que han hecho de la tranquila Panarea su escondite predilecto. El ansia viajera que en época pospandémica ha contagiado como nunca a nuestra sociedad, está cambiando tan elitista escenario. Como en el resto del mundo, los Airbnb han desembarcado en la isla. Aquí conviven con las más lujosas mansiones, mientras mochileros y turistas de alcurnia común comparten su ocio con el de las princesas y los poderosos. A pesar del creciente oleaje de gentrificación, Panarea mantiene el tipo. La isla continúa sin coches, excepto el puñado de carricoches eléctricos y motorinos. Bucólica y virgiliana, epicúrea y hedonista, la isla regala el contraste de caseríos inmaculados frente a la renegrida superficie isleña salpicada del aroma y los colores de chumberas, buganvillas y adelfas.
Canto a la esencia mediterránea donde uno quisiera recalar para siempre. Para bañarse sin estorbos en lugares tan prodigiosos como la cala Junco, inalterada desde que los primeros pobladores del archipiélago, allá por la lejana Edad del Bronce, fundaron en el promontorio que se alza sobre ella el poblado de Punta Milazzese. Y a la caída de la tarde, disfrutar de una parrillada de tordos multicolores recién sacados de un Mediterráneo que refleja la ardiente e indómita naturaleza de estas islas de fuego.
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