domingo, 28 de diciembre de 2025

Canal Viajar : Islas Lofoten, las maravillas del reino de las auroras boreales

  National Geographic

Auroras boreales, ballenas, fiordos, arte de vanguardia, sesiones de blues, pesca... Las islas Lofoten poseen ese equilibrio poco frecuente entre naturaleza pura, tradición y disfrute humano. Estos son los lugares que ningún viajero que explore el norte de Noruega y estas tierras al norte del Círculo Polar Ártico puede dejar de descubrir.

Trollfjord

Es tan grande que, cuando de pronto sobrevuela la lancha, los viajeros se quedan momentáneamente en sombra. A bordo se vive un alegre revuelo: interjecciones, codazos, dedos que buscan el obturador de sus cámaras con unos guantes demasiado grandes… Antes de que puedan enfocarla, el águila termina su picado, atrapa una presa entre sus garras curvas, con unas almohadillas de las que nada resbala, y vuelve al cielo en calma. No hacen falta fotografías para recordar su pico amarillo algo retorcido, que le da expresión de suficiencia. Ni el sonido del batir de sus alas, de casi dos metros y medio de envergadura en las hembras.

Las águilas marinas o pigargos europeos tienen en las islas Lofoten, en el norte de Noruega, la población más numerosa del continente. Para conocerlas hay pocos lugares como Trollfjord (el fiordo del troll), donde empieza este viaje. Entre sus paredes de roca, distantes no más de cien metros en las zonas más estrechas, estas magníficas rapaces pescan y viven a capricho, como si nada más existiera.

Para recorrer este paisaje conocido por su belleza, hay que abrigarse a conciencia y partir con un guía desde el puerto de Svolvær. Esta localidad, la más poblada del archipiélago de las Lofoten, está considerada una de sus mejores puertas de entrada. Dispone de aeropuerto, aunque se puede llegar a ella por carretera desde Tromsø. A esta ciudad noruega suele resultar más económico volar y es también más ventajosa para alquilar un coche o una autocaravana.

Las Lofoten son un destino viajero todavía libre de saturación, pero su éxito en los últimos años ha encarecido los alquileres de vehículos y los alojamientos. Otra opción para viajar a Svolvær desde Tromsø es enrolarse en alguno de los barcos que cubren ese trayecto. Los hay con gran tradición, como la compañía Hurtigruten, que incluye servicio de comidas y cabinas para descansar.

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Svolvær

Svolvær no es un prólogo, sino la mejor sinopsis para entender las Lofoten. Dicen que en ella hay dos oficios sobrerrepresentados: los pescadores y los artistas. Es fácil entender que abunden los primeros, pero no tanto la relación entre ambos.

Hace miles de años que se pesca bacalao en el archipiélago, adonde estos animales acuden cada invierno para desovar. Y también desde siempre, pescadores, bigotudos y robustos, han llegado en abundancia atraídos por la rentabilidad de este manjar. Muchas veces se topaban con una paradoja: era más fácil llenar sus redes que encontrar un lugar decente donde calentar sus sabañones. Los dueños de la tierra –reyes, primero; después, empresarios– hallaron una solución a la altura de su pragmatismo de hombres del norte. Construyeron unas cabañas sencillas pero dignas, sostenidas por pilotes, que permitían a los pescadores llevar sus cuerpos cansados hasta la puerta cada noche con sus barcos de remos.

Los rorbu (combinación de las palabras «remar» y «vivir») eran suficientemente estancos como para sobrevivir al frío y la humedad de la noche invernal sobre el Círculo Polar. Y lo suficientemente humildes y colectivos –a menudo alojaban a veinte personas– para que cada velada de estos temporeros fuera un alud de saudade. Levantadas a lo largo del tiempo con idéntica estética tradicional, estas cabañas lucían rojas o amarillas, porque era la pintura más barata. Siempre cuadrangulares y repetitivas, recortadas sobre el mar azul claro. Cubiertas de nieve y abrazadas por montañas y fiordos. Había nacido al azar uno de los paisajes cromáticos de formas puras más improbables del mundo. Cuando los aventureros y viajeros corrieron la voz, los pintores se echaron las manos a la cabeza y partieron a confirmarla. ¡Cómo podía semejante perfección haber nacido sin buscarla!

Hoy en día hay rorbus-hoteles de paredes acristaladas con vistas panorámicas a los fiordos y lujos de sultán friolero. Alojado en alguno de los muy cómodos que hay en Svolvær, el viajero puede jugar a ser pescador y pintor en excursiones de un día. No hay que perderse el antiguo barrio de pescadores de Svinøya. Se trata de una isla en realidad, con sus galerías de arte, sus fábricas de conservas y su arquitectura tradicional.

Andenes

La experiencia más recomendable al atardecer es contemplar la vista desde los miradores, como el que se abre sobre el Austnesfjorden y que regala una sucesión interminable de luces violetas entre montañas. Y para observar fauna marina, nada mejor que subir a bordo de alguno de los barcos que zarpan de Svolvær con destino a Andenes, más al norte, un puerto perfecto para avistar ballenas, orcas, cachalotes y marsopas. Las especies cambian en función del momento del año.

Iglesia de Vågan

En Svolvær también merece una visita la Iglesia de Vågan, la llamada Catedral de las Lofoten. Fue levantada precisamente para dar un lugar de culto –y de funeral, llegado el caso– a los temporeros del bacalao. Impresiona por su arquitectura de estilo neogótico y por sus dimensiones pues es la segunda más grande construida en madera de toda Noruega. Rodeada por un brazo de mar y con las lápidas del cementerio sobresaliendo entre la nieve, da la impresión de que el espectro de un marinero va a aparecerse preguntando por el camino de vuelta a casa.

Henningsvær

Técnicamente, el siguiente destino en esta ruta, Henningsvær, podría visitarse también en un día desde Svolvær, ya que se encuentra a una media hora. Sería, sin embargo, como espiar una fiesta desde el ropero, porque lo mejor de esta localidad es su original vida cotidiana. Alrededor de los años 80, Henningsvær, uno de los pueblos pesqueros más antiguos de las Lofoten, entró en decadencia. ¿Cómo podía la pesca seducir a unos jóvenes que veían la vida y el materialismo urbanos como sinónimo de éxito en las películas?

Parecía que la localidad estaba condenada a la nostalgia o, como mucho, a ser un decorado lindo para un turismo cada vez más vertiginoso. El destino no contaba con el ansia de descubrimiento que corre por las venas de los lugareños, tataranietos de exploradores del mundo. Sobre todo en los últimos cinco años, distintos emprendedores han reconvertido fábricas en hoteles, centros culturales, restaurantes y galerías de arte. Muchas veces lo han hecho con la ayuda de gente autóctona, que sueña con un modelo de turismo con sentido, humano y sostenible.

Hoy en día es posible tomar una sauna, asistir a una conferencia o a un taller cultural en Trevarefabrikken, una antiguo aserradero y fábrica de aceite de hígado de bacalao. Marina Abramović o Cindy Sherman te miran fijamente en fotografías o instalaciones del museo de arte moderno que ocupa una antigua conservera de caviar. Por eso, a Henningsvær hay que ir para descubrir historias, comer un bacalao o un bollo de canela, realizar rutas de senderismo o de escalada cuando la nieve se funde o, en verano, vivir una fiesta al aire libre a ritmo de blues, rock o electrónica.

Y por supuesto confirmar por qué tienen el campo de fútbol más impresionante del mundo: un rectángulo verde encajado entre el  mar y los acantilados, sin siquiera gradas, con bacalaos secándose al sol en las alambradas cercanas. Cuando un anuncio lo inmortalizó hace unos años en una toma aérea que parecía un delirio de la Inteligencia Artificial, en Henningsvær se sorprendieron bastante. ¿Por qué tanto escándalo por un campo de fútbol modesto a vista de pájaro cuando hay tantas cosas fascinantes a ras del suelo?

No es fácil impresionar visualmente a un noruego, y menos a uno de las islas Lofoten. Han crecido haciendo pícnics en playas con el color del mar Caribe, pero con picos nevados como punto de fuga. Los que hacen surf llegan a las olas en invierno saltando con sus escarpines rocas cubiertas de nieve esponjosa. Si hacen kayak, pueden acabar deslizándose sobre un mar con algas fosforescentes, que parecen un festival de estrellas azules. Y en invierno, de camino o de vuelta del colegio o del dentista, pueden ver auroras boreales un martes cualquiera.

Luces del Norte

Este último privilegio, observar las Luces del Norte, es el más ansiado por los viajeros, algo que pueden disfrutar en las Lofoten entre finales de agosto y abril, antes de que empiece el sol de medianoche. Con este objetivo en mente, nuestra ruta sale de Henningsvær y retoma la E10, la carretera que conecta todo el archipiélago.

Según avanzamos hacia el sur, se abren desvíos a una serie de playas fascinantes, perfectas para ver este fenómeno por su menor contaminación lumínica. Existen aplicaciones para intentarlo por cuenta propia, pero nada como un guía local para tener las máximas posibilidades. Entre las mejores opciones sobresale la mítica playa de Unstad, famosa por sus devotos surfistas árticos, por su paisaje esculpido por glaciares y por mantener el agua a 8 ºC hasta en verano. Más al sur se encuentra la playa de Haukland, tan hermosa como la anterior, pero con la peculiaridad de que sus montañas pueden tapar incluso la luna y evitar así que interfiera en la contemplación de las auroras. Cuanto más profunda es la oscuridad, más denso, corpóreo y brillante es ese resplandor verdoso que las tradiciones nórdicas atribuían al brillo de las armaduras de las valquirias.

Nusfjord

Al cruzar a la isla de Flakstadøya llegamos a la que se considera la zona más fotogénica de las Lofoten. Su atractivo ha hecho que proliferen en los últimos años los alojamientos de lujo, como ocurre en la localidad de Nusfjord. Aquí incluso ha llegado a cobrarse la entrada a los visitantes que no pernoctan. El argumento es que ese dinero se emplea en la conservación de los rorbu antiguos y las exposiciones sobre la vida de los pescadores que se pueden visitar en sus calles. Es cierto que resulta interesante ver cómo eran los talleres de reparación de redes, los aserraderos o el interior de las cabañas originales.

Sakrisøy

Se puede descubrir lo mismo en poblaciones como Sakrisøy, Hamnøy o Å. Estas dos últimas (Å se pronuncia O) son ejemplos de villas de pescadores donde del clic más improvisado se saca una postal perfecta. En Sakrisøy se encuentra el restaurante más conocido de las Lofoten, Anita’s Seafood. Su hamburguesa y su sopa de pescado resultan suaves y sabrosos, y se puede picotear un poco de todo sin arruinarse. Aunque su gran baza sigue siendo su tienda de productos gastronómicos típicos. Decenas de personas circulan cada día tratando de distinguir qué parte del salmón, bacalao, fletán, trucha, pescado no identificado o cangrejo le están vendiendo entre cientos de delicatessen.

Reine

Si solo se contara con un día en las Lofoten, sería sin duda para Reine, la joya del sur. Sus casitas pintadas de rojo templan el fondo glaciar. Las montañas se reflejan en el agua, lisa como el mercurio. La calma es absoluta. Solo los pilotes de las cabañas parecen vibrar a veces, como si echasen a andar. Durante los meses de invierno, las ventanas se dejan iluminadas con colores cálidos y algún adorno, como si siempre fuese Navidad. Cuando en verano explota el verde, los habitantes de las Lofoten toman la naturaleza. Sacan los kayaks, las bicicletas, hacen senderismo hasta lo alto de la cercana montaña Reinebringen. Tras medio año gélido y oscuro, contagian el amor por la luz a los viajeros que se cruzan.

Tromsø

Toca abandonar las islas Lofoten, regresar a Tromsø, donde de nuevo se abren las opciones para visitar otras zonas noruegas. Si hay que escoger una y el presupuesto acompaña, debería ser el famoso Cabo Norte. Poco más de 600 kilómetros lo separan de la ciudad de Tromsø, que también cuenta con vuelos hasta al aeropuerto de Honningsvåg, el más cercano al confín norte del continente.

Se trata del punto más septentrional de toda Europa al que se puede llegar por carretera. Una esfera metálica en honor a nuestra Tierra conmemora este lugar con el que han soñado exploradores de todos los tiempos. Asomado al abismo de más de 300 m de altura, en verano, el viajero ve el sol descender sin esconderse del todo para después alzarse sobre el Ártico. En invierno, la niebla puede que lo tape todo pero eso no le quita épica. Que vivimos en una burbuja sostenida en el espacio resulta, de pronto, evidente.












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