La vinculación política entre España y Francia por los Pactos de Familia, resultantes del reinado en ambos de la dinastía borbónica desde 1700, sufrió una interrupción con la Revolución Francesa. Sin embargo, la conveniencia de aliarse contra el sempiterno enemigo común, Gran Bretaña, favoreció su recuperación práctica en 1796 con la firma del Tratado de San Ildefonso entre el Directorio francés y el ministro español Godoy. Nadie imaginaba entonces que el posterior ascenso de Napoleón no sólo continuaría esa línea sino que también supondría una invasión en 1808 y que ésta conllevaría un expolio sin precedentes del patrimonio y el arte españoles, pese a que éso era lo que habían estado haciendo sistemáticamente los franceses con los países ocupados desde casi dos décadas atrás.
Los acontecimientos se fueron desencadenando como fichas de dominó: coronación de Napoleón, destrucción de la flota española en Trafalgar (con su repercusión en las comunicaciones con América en un contexto de dificultades económicas), negativa portuguesa a cerrar sus puertos a los barcos británicos siguiendo el bloqueo continental y la decisión del emperador de invadir el país, lo que requería cruzar España. El Tratado de Fontainebleau abrió paso a la Grande Armeé que, una vez pasados los Pirineos, no se limitó a avanzar hacia la frontera lusa sino que fue estableciéndose en las ciudades hispanas por el camino, en lo que era una ocupación de facto.
Y siguió hirviendo la olla: el motín de Aranjuez hizo caer a Godoy. Bonaparte, previendo un ambiente en contra, recluyó a la familia real en Bayona, donde obligó a todos los miembros a abdicar en su favor para, más tarde, proclamar rey a su hermano José. Por fin, el 2 de mayo de 1808, se llegó a un punto de no retorno: el pueblo de Madrid se sublevaba contra los invasores y la mecha encendida se extendía a todo el país, dando comienzo a la Guerra de la Independencia. Fueron seis años de contienda que dejaron España arrasada, con una sangría demográfica, la economía completamente hundida, las infraestructuras destruidas, el ejército medio desecho… Mil y un calamidades se abatieron sobre el país, alcanzando prácticamente todos los aspectos posibles.
Entre ellas, y no la menor, estaba el expolio patrimonial al que fue sometido: cientos de obras de arte fueron incautadas por los mandos franceses y trasladadas a Francia, sin contar la devastación de otros elementos como, por ejemplo, iglesias, palacios o la tumba del Cid (cuyos huesos también se llevaron). Parte de esa rapiña se fundamentaba en el Real Decreto del 18 de julio de 1809, por el cual eran suprimidas las órdenes religiosas masculinas y todo su patrimonio pasaba a ser propiedad del Estado. Así, se confiscaron todas las pinturas y esculturas que conservaban monasterios, conventos y palacios, de la misma forma que los nobles partidarios de Fernando VII tuvieron que entregar como castigo sus colecciones de arte.
Con la premisa de que el arte tenía utilidad pública, José I quiso formar un gran museo nacional español, siguiendo el modelo del museo que Napoleón creó en el Louvre con su propio nombre. Para ello empezó a concentrar las piezas en la sede que decretó para ello a finales de 1809, el Palacio de Buenavista, que había pertenecido a la Casa de Alba hasta que en 1807 fue regalado a Godoy, volviendo luego a manos estatales. Aceptando que su intención fuera sincera, el caso es que nunca se llegó a organizar lo que hoy se conoce como Museo Josefino, ejerciendo de mero almacén; peor aún, varios oficiales y funcionarios -como el inspector artístico Frédéric Quilliet, que fue destituido por ello- se dedicaron a sustraer obras de allí, lo que forzó a crear una comisión encargada de la gestión.
Dicha entidad estaba integrada por tres españoles: el conservador Manuel Napoli más los pintores de cámara Mariano Salvador Maella y el célebre Francisco de Goya; este último sería sustituido después por el artista y egiptólogo Dominique Vivant, barón de Denon, que fue quien ordenó la expropiación de varios centenares más de pinturas de las previstas en concepto de indemnización de guerra. De hecho, José I solía compensar los esfuerzos de sus colaboradores regalándoles cuadros; el mismo Godoy había iniciado esa costumbre. Pero los propios militares se quedaban con lo que les gustaba, con mención especial para Sebastiani, Caulaincourt, Desolles… Resulta paradigmático el caso de Dupont, de cuyo convoy de riquezas, fruto de tres días de saqueo en Córdoba, se decía que sumaba unos quinientos carros y rondaría los diez millones de reales.
La cosa apuntaba incluso más alto: es muy conocido el caso del mariscal Soult, que actuaba en Andalucía como si fuera un virrey, llevándose un millar de cuadros en forma de donaciones recibidas, requisas o compras forzadas (dijo estar orgulloso de las obras adquiridas a bajo precio de gente en apuros económicos porque les había ayudado). Algunos de esos cuadros hasta son conocidos hoy por su nombre, como la Inmaculada de Soult (de Murillo), al igual que pasó con la sala española del Museo del Louvre. El propio Napoleón le tildó de «el más rapaz de ellos [los mariscales]», molesto porque las culpas recaían sobre él (los españoles le apodaron Napoladrón). Al fallecimiento de Soult en 1852, se hizo un inventario de su colección personal que reveló estar formada aún -había vendido muchas a Luis XVIII- por ciento once pinturas españolas, veintidós italianas y veintitrés flamencas y holandesas.
Holandesa precisamente era la pintura preferida del general D’Armagnac (Rubens, Rembrandt) frente a la predilección de Soult y Denon por Murillo y Zurbarán. Murat, en cambio, se decantaba por la italiana, despreciando a los pintores españoles (Ribera, Cano, Coello, Pacheco, Navarrete…) que por entonces eran medio desconocidos en el resto de Europa e, irónicamente, el saqueo sirvió para mostrarlos al mundo, ya que hasta entonces sólo se conocía a Velázquez, Zurbarán y Murillo. El Museo Español que inauguraría Luis Felipe de Orleáns en 1838 fue resultado de ese «descubrimiento».
Para encontrar lo que querían por la extensa geografía española, los franceses recurrieron al Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las bellas artes en España, una guía artística nacional publicada en 1800 por el historiador y coleccionista Juan Agustín Ceán Bermúdez. Cuando hallaban la pieza y no podían llevársela sin más, por estar enmarcada en la pared, recortaban el lienzo; si una autoridad local se oponía, amenazaban con las armas, aunque otras veces la obtenían al salvarla del incendio del edificio donde estaba.
Sobre el expolio de las pinturas de Goya conservadas en la iglesia zaragozana de Torrero, el mariscal Lannes adujo en su defensa que fue la tropa la que, alojada en el templo, las usó para protegerse de la meteorología adversa. Ciertamente, los soldados ignoraban el valor del arte y unas veces lo destrozaban por diversión mientras que otras lo usaban para hacer hogueras con las que calentarse, pero cabe señalar que a Lannes le afeó su depredación de la basílica del Pilar el mariscal Junot, cuando éste le sucedió en el mando de Zaragoza.
El Museo Josefino debía poner fin a esa conducta, pero no funcionó por la corrupción -como vimos- y la escasa autoridad del hermano de Napoleón ante los militares. Así que el fabuloso tesoro acumulado, que no se limitaba a pintura y escultura sino que también incluía piezas curiosas (huesos, banderas, armas), tapices, porcelanas, orfebrería (como el Tesoro del Delfín Luis I, de cristal de roca), piezas arqueológicas, archivos y la platería de las sacristías (cálices, copones, cruces, incensarios, custodias y similares que nunca se recuperarían, ya que solían fundirse para hacer lingotes, más fáciles de transportar).
Así fue cómo salieron de España, con destino a París, casi tres millares de piezas en sucesivos convoyes. El más famoso fue el que Galdós bautizó en uno de sus Episodios nacionales como «El equipaje del rey José», cerca de dos mil carros cargados hasta arriba que llevó consigo el monarca cuando tuvo que abandonar Madrid en 1812, tras la derrota en Los Arapiles. La derrota en Vitoria le obligó a huir precipitadamente, dejando la mayor parte de aquel fabuloso bagaje en manos de la soldadesca británica, que prefirió dedicarse al saqueo en vez de perseguirle. Únicamente llegó a Francia lo que transportaba el general Maucune, gracias a que había salido antes que el resto, y fue lo que luego pudo recuperarse.
Arthur Wellesley, futuro duque de Wellington, logró proteger unos doscientos cuadros que iban sin marco, enrollados los lienzos, que junto con otro centenar remitió a Inglaterra por medio de su hermano. En 1814 encargó a éste, a la sazón embajador en Madrid, que anunciase su disposición a devolverlo todo, pero no obtuvo respuesta. Durante dos años siguió insistiendo, hasta que al final Fernando VII le informó de que podía quedarse con todo como premio a sus servicios. Gracias a ello, la Apsley House ( la casa de Wellington) se convertiría en un precioso museo, con obras maestras como El aguador de Sevilla (Velázquez), La oración del huerto (Correggio), Dánae recibiendo la lluvia de oro (Tiziano) o una copia del famoso retrato velazqueño de Inocencio X.
Como vemos no sólo los militares franceses pescaron en aquel río revuelto. También lo hicieron civiles como el marchante Jean-Baptiste-Pierre Lebrun (sobrino del famoso pintor homónimo) y además de múltiples nacionalidades, como el holandés William Gordon Coesvelt (que se llevó pinturas para el zar Alejandro I), el escocés William Buchanan (cuyo representante en España, G. A. Wallis, le consiguió la Venus del espejo de Velázquez), etc. Generalmente lo hacían a través de agentes o en persona, mediante compras directas, subastas o robos, no pocas veces con la colaboración de los propietarios… por las buenas o bajo amenaza.
Liberada España de la ocupación francesa y exiliado Napoleón en Elba, se permitió a Francia conservar su botín para asegurar la estabilidad política de Luis XVIII, pues las galerías del rebautizado Musée Royale eran un «símbolo del orgullo nacional». Pero en 1815, tras el Imperio de los Cien Días y la caída definitiva del régimen bonapartista, los vencedores cambiaron de actitud y ya no fueron tan comprensivos, exigiendo el Congreso de Viena la devolución de lo robado.
Como los franceses hicieron oídos sordos, un destacamento armado británico organizado por el general Miguel Ricardo de Álava (que era embajador en París) irrumpió en el Louvre para llevarse las obras españolas, casi trescientos cuadros y más de un centenar de objetos diversos, que fueron depositados en la Academia de Bellas Artes de San Fernando en el verano de 1816. Soult, Sebastiani, D’Armagnac y Lejeune y otros se negaron a entregar ni vender sus botines personales, los cuales, únicamente tras fallecer sus impostados dueños a mediados del siglo, decíamos antes, fueron subastados y acabaron diseminados por museos toda Europa.
Aunque a lo largo de los dos años siguientes a la caída de Napoleón continuó la recuperación de piezas, y pese a las órdenes dictadas por el Congreso de Viena, se calcula que sólo retornó la mitad del total expoliado, que alcanzaba dimensiones colosales porque España no fue la única víctima. La Grande Armeé llevaba más de veinte años -desde 1794- invadiendo países y de todos incautaba patrimonio, en concepto de derecho de conquista y siguiendo los dictados ilustrados sobre la utilidad pública del arte -plasmados en el Decreto Chaptal sobre instrucción pública de 1801-, que ya se habían aplicado en la Francia revolucionaria (expropiación a los privilegiados, creación de museos), a menudo para proteger los bienes del vandalismo popular.
El ya citado Dominique Vivant, a quien se apodaba el Ojo de Napoleón porque recorría los territorios ocupados (Italia, Países Bajos, Alemania, Austria) seleccionando obras para llevarse, como también hizo en Egipto (de donde sustrajo la Piedra Rosetta y el sarcófago de Nectanebo II, además de señalar otras piezas, como los frescos de la tumba de Tetitki o el zodíaco de Dendera, que se expoliarían en 1822), era quien decidía lo que se llevaba al Museo Napoleón y/o a otros menores de Francia.
Todo empezó en 1795, en la República de Batavia (estado satélite de Francia creado sobre las antiguas Provincias Unidas), cuando una comisión liderada por los artistas (y coleccionistas) Jacques-Luc Barbier Valbonne y Jean-Baptiste Wicar, después ampliada a otros miembros, seleccionó doscientas pinturas, cinco mil documentos y otras piezas (el sarcófago de Proserpina, las columnas de la catedral de Aquisgrán), algunas de las cuales se perderían para siempre al ser troceadas.
Al año siguiente le tocó a Italia, donde Wicar y otros también crearon una comisión y se apoyaron en varios decretos, culminando con el Tratado de Campo Formio de 1797 (al que se sumó luego el de Tolentino para Perugia, Rávena, Rímini y Pésaro), y el de Pressburg de 1805, por los que las obras de arte de la República de Venecia y el Imperio Austríaco pasaban a ser francesas. Lo mismo pasó en Roma, Nápoles, Toscana, Módena, Parma… Lombardía fue transformada en otro estado satélite, la República Cisalpina (luego ampliada a Cispadna y Venecia), lo que facilitó la usurpación de cientos de obras. Rafael, Brueghel, Carracci, Mantegna, Perugino, Veronese, Cimabue, Giotto, Tiziano, Fra Angélico…
No faltaron particulares que aprovecharon las circunstancias para aumentar sus colecciones, caso del mecenas Giovanni Battista Somariva; también para prosperar, como el escultor italiano Antonio Canova, que al ser inspector general de Antigüedades y Bellas Artes de los Estados Pontificios tuvo que hacer el catálogo de pinturas italianas expoliables y eso le sirvió para obtener encargos de Napoleón (aunque después sería el designado para gestionar la restitución, que logró aceptando la condición gala de que se expusieran en centros públicos, en vez de volver a su ubicación original).
Otros, en cambio, salieron malparados: el príncipe Borghese fue obligado a malvender su colección de mármoles en 1809; el historiador y político Pierre Daunou, secretario de la Académie des Inscriptions et Belles-Lettres, compró la biblioteca del papa; el tesoro del santuario de Loreto, acumulado durante tres siglos de peregrinaciones, fue transportado a Francia en ochenta carros; la Biblioteca Ambrosiana perdió parte de su colección bibliográfica…
Italia fue especial porque su abundante patrimonio cultural y arqueológico diversificó el botín y, así, viajaron a París el Códex Atlanticus y otros documentos de Leonardo da Vinci, los manuscritos de la biblioteca ducal modenesa, un millar de monedas griegas y romanas, cientos de camafeos y piedras preciosas del palacio ducal, tallas y ornamentos de bronce del Palacio Farnesio, la Tabula Alimentaria Traianea y la Lex Rubria de Gallia Cisalpina del museo arqueológico de Parma, el león y los caballos de San Marcos, los objetos de oro y plata de la basílica veneciana (que fueron fundidos, al igual que el Bucintoro y medio millar de cañones del Arsenal), una maqueta de plata de la ciudad de Vicenza, los fósiles de la colección Gazola, medio millar de manuscritos pontificios de la Biblioteca Vaticana, etc. Incluso se planeó trocear la Columna Trajana para su traslado, que por suerte no se llevó a cabo debido a las dificultades técnicas y su alto coste.