Lavanguardia
Hace siete meses Hamza se instaló en la calle 2 de la Zona Franca de Barcelona. Estamos en las entrañas del mayor asentamiento de tiendas de campaña de la ciudad. En este tramo de 400 metros se cuentan unas 75.
“Yo estuve en las calles del centro unos siete meses –dice el argelino, de 40 años, en una mezcla de idiomas–, pero allí en las calles me robaron cuatro veces. Te despiertas en una esquina y ves que te han quitado el móvil. Aquí en este campamento te sientes mucho más seguro, aquí nunca me han robado nada. Mira, allí están los dominicanos y los sudamericanos, aquí al lado los españoles y algún catalán, más allá están unos cuantos de Europa del Este, y después los marroquíes y otros argelinos... La mayor parte de la gente se porta bien. Alguno fuma crack, pero la mayoría no, la mayoría solo se toma alguna cerveza... Lo malo son las ratas, por la noche salen muchas... Mira, me hicieron un agujero en la tienda y todo”.
Aqu í, como que no vive nadie más, nadie se queja ni pone el grito en el cielo ni se rasga las vestiduras. Los empleados de las empresas del polígono pasan de largo. Les preguntas por el campamento y responden que sí, que ahí está, de siempre, cada vez más grande... En este cuarto trasero de Barcelona no se producen conflictos de convivencia. No ocurre lo que sucedió en el parque de la Ciutadella o en el parque de la Estació del Nord antes de que los echaran a todos... ni lo que está pasando en los alrededores de la biblioteca municipal Joan Miró o en el barrio de Sant Antoni... y por tanto el Ayuntamiento no se ve impelido a actuar de algún modo más o menos drástico. Y de esta manera, con un ritmo muy cansino, el número de tiendas de campaña de la Zona Franca no cesa de crecer. La mayoría son individuales, las típicas de bajo coste de las más conocidas cadenas de comercios de material deportivo. Pero también encontramos algunas más grandes, de varias plazas. Ahí dentro hasta puedes pasar el rato.
“A mis padres les dije que vivo en un piso con lavadora y todo”, dice un argelino
Hamza también cuenta que muchos de los que aquí viven venden lo que encuentran en los contenedores en el mercado de la miseria que cada vez con mayor frecuencia tiene lugar en el barrio de Sant Antoni. “Yo creo que a lo mejor el año que viene puedo conseguir un permiso de trabajo, y encontrar un trabajo de verdad y también un piso, por eso estudio catalán y me mantengo limpio ¡blanco! Me han dicho que si no cometo ningún delito puedo conseguir los papeles”. Hamza no quiere que su rostro aparezca en las fotos porque hizo a creer a sus padres que vive en un piso con lavadora y todo, que todo le va super bien. “Si mis padres supieran que este es mi verdadero jardín...”, deja caer con una sonrisa amarga, mirándose los pie. Entonces Alan se acerca y le ofrece un cigarro, en plan vecino cordial.
Alan es uno de los catalanes instalados en esta lado de la Zona Franca. Cuenta que Batman, su gato, espanta a las ratas, y que de vez en cuando hasta caza alguna, y que gracias a Batman no le molestan. “A ver, yo soy de Barcelona –prosigue, sentado en una silla de playa–, y estoy en la calle desde hace un año. Ya sabes, tienes un trabajo así de cualquier manera y luego no, de repente lo pierdes, y entonces en dos semanas ya no tienes ni un euro y te echan de la habitación en la que estabas, así son las cosas ¡y de repente estás en la calle! de repente no tienes a donde ir. La vida en Barcelona cada vez está más dura y a mí es que me pasa de todo. Pero no te lo esperas, acabar en la calle, para nada, pero luego ves que no tienes otra... Estuve muy poco tiempo en el parque de la Ciutadella, con mi puñetera tienda de campaña, y luego enseguida me vine aquí, porque aquí se está mejor”.
Muchos ponen puestos en el mercadillo de la miseria del barrio de Sant Antoni
Las tiendas de campaña devinieron en el símbolo de la nueva pobreza de estas latitudes, la que no se lleva encima de toda la vida, la de las expectativas truncadas, la de quienes aún no se terminan de creer lo que les está pasando. En Barcelona brotan como las setas en otoño, en cualquier sombra. La pelota tropezó en la red y cayó por el lado malo. Cada semana llega alguien nuevo a este asentamiento, uno, quizás dos, siempre hombres jóvenes, y rara vez alguien se marcha, rara vez alguien encuentra algo mejor y se despide.
“Aquí, si quieres instalarte, pues vienes y pones tú tienda de campaña –retoma Alan, aún en su silla de playa–, y mientras no te metas con nadie... Alguna vez se pasa alguien de los servicios sociales del Ayuntamiento, creo... y la policía no nos dice nada, la verdad, así que... A ver, aquí no tenemos problemas. Yo me busco la vida en Barcelona durante el día y luego regreso, y alguna vez me han quitado algo de mi tienda, es cierto, pero en general nos llevamos todos bien. No es que nos organicemos ni nada de eso, cada uno va a la suya, hasta Batman hace lo que le da gana ¡a saber dónde se ha metido ese gato! pero...”.
Aquí cada uno adecenta los alrededores de su tienda y tira los desperdicios en unas papeleras cercanas, y el lugar presenta un aspecto presentable. Sí, a veces, por un momento, hasta parece un camping. Si te fijas reparas en un montón de detalles muy hogareños: una mesilla con un mantel, una pequeña alfombra sobre la que rezar, unas zapatillas ante la entrada de una tienda...
Rachid, también argelino, de 43 años, llegó a Barcelona hace seis meses, y muy pronto se instaló aquí, detalla mientras recompone su tienda de campaña, que se le estaba descomponiendo. Unos amigos le dijeron que viniera aquí, que no anduviera solo por la ciudad, que en el asentamiento de las tiendas de campaña estaría mucho mejor. También se hace entender con una mezcla de idiomas. “Sí –prosigue– fue una buena idea venir aquí. Yo creo que mi vida puede mejorar mucho en Barcelona. En Argelia trabajé como peluquero, albañil e instalador de parquet y de muchos tipos de suelo. Y aquí en Barcelona básicamente lo que hago es buscar chatarra y venderla, pero lo hago de una manera legal ¿quiere que le enseñe las facturas de la chatarra que vendo? ¡todo legal! yo no quiero ir ni a Francia ni a Inglaterra ni a ningún otro sitio. A mí me gusta Barcelona. Yo voy mucho en metro a la plaza Catalunya, y en la parroquia de Santa Anna me tratan muy bien y me dan de comer. Yo creo que en esta ciudad hay mucha gente buena ¡viva España! A mí me han dicho que si me porto bien y no cometo ningún delito quizás pueda conseguir los papeles en un año o dos, y entonces encontrar un empleo, ganar un sueldo y alquilar un piso ¿no?”.
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