lunes, 11 de abril de 2022

QV66, el hipogeo más bello del Valle de las Reinas y tumba de Nefertari

 

QV66, el hipogeo más bello del Valle de las Reinas y tumba de Nefertari















Una espina viajera que se clavará casi inevitablemente en cualquiera que visite Egipto es quedarse con la frustración de no poder entrar en la QV66, uno de los rincones más bellos del Valle de las Reinas. Se trata de la tumba de Nefertari, la esposa favorita del faraón Ramsés II, quien ya había hecho en su honor el templo de Hathor que acompañaba al suyo en Abu Simbel. Digo frustración porque, lamentablemente, el lugar está cerrado al público (salvo caras excepciones, como veremos).

A esta Nefertari no hay que confundirla con otros personajes homónimos del Imperio Nuevo, como la mujer de Tutmosis IV (que fue un siglo y cuarto anterior), o Ahmose-Nefertari, hija de Sequenenre Taa y madre de Amenhotep I (que vivió casi trescientos años antes). La que nos ocupa se distingue de las otras por varias cosas, empezando por el título principal vinculado a su nombre, Meritenmut, que se traduce como «Amada de Mut«. Aclaremos que Mut era la diosa madre egipcia, esposa de Amón, y que Nefertari significa «Bella Compañera«.

También se diferencia por el poder de que llegó a gozar, ya que sólo reinas predecesoras como Hatshepsut y Tiy, o posteriores como Tausert y Cleopatra, se le pudieron comparar en ese sentido. Hasta tal punto fue así que incluso llegó a negociar un tratado de paz con los hititas, el de Qadesh, para lo cual intercambió correspondencia con Puduhepa, la esposa del emperador Hattusilli III. De hecho, Ramsés II siempre la tuvo a su lado y en el citado templo mandó inscribir una significativa glosa: «Una obra perteneciente por toda la eternidad a la Gran Esposa Real Nefertari-Meritenmut, por la que brilla el Sol«.

Sin embargo, se sabe poco de ella. Al menos de sus orígenes, que eran nobles con toda probabilidad, según se deduce del hallazgo en su tumba de un cartucho con el nombre de Ay, hija del usurpador Horemheb, de quien quizá sería nieta o bisnieta y, por tanto, estaría emparentada con la XVIII dinastía. También hay quien aventura que podría haber sido hija de Tandyemy, de quien se ignora si era hija de Horemheb y se aventura que acaso se casara con Seti I, lo que significaría que Nafertari sería hermana o hermanastra de su propio marido, Ramsés II (una práctica habitual entre los dirigentes egipcios).

Esta última teoría se apoyaría, entre otras cosas, en que ambos se casaron siendo aún adolescentes, antes de que él sucediera a su padre e incluso de ser asociado al trono por éste. Eso sí, Ramsés ya tenía una esposa desde hacía un par de años, Isis-Nefert, de la que tampoco se sabe mucho y que encima pasó a un segundo plano, a pesar de que fue quien dio a luz al que mucho tiempo después -debido a la longevidad de su progenitor- sería el heredero: Merenptah (que contrajo matrimonio con su hermana pequeña Isis-Nefert II y ambos tuvieron al futuro faraón Seti II).


La Brujula Verde

Se ignora el año de nacimiento de Nefertari, pero los cálculos apuntan a que rondaría los quince cuando también alumbró a su primer hijo Amenherjepeshef, al que siguieron otros ocho como mínimo. Cabe señalar que, en su larguísima vida (noventa y tres años), Ramsés II llegó a engendrar más de un centenar y medio de vástagos con sus decenas de reinas (aparte de las citadas, hubo otras cinco, entre ellas dos de sus propias hijas), esposas y concubinas.

Si se ignora el natalicio de Nefertari, en cambio parece haber cierta unanimidad historiográfica en la fecha de su muerte: en el año 1255 a.C., cuando su edad rondaría los cuarenta o cincuenta años y Ramsés llevaba veintiséis gobernando. Suele calcularse basándose en que el templo de Hathor, en Abu Simbel, fue inaugurado por el faraón en el vigésimo quinto año de su reinado y no lo hizo acompañado de ella sino de otra Gran Esposa Real, su hija Meritamón. Asimismo, al monumento le faltaba aún una década para ser concluido y cuando por fin se terminó fueron añadidas inscripciones reseñando el óbito de Nefertari.




Por tanto, ella no lo llegó a ver en todo su esplendor, a pesar de estar dedicado a su persona. A cambio, el desconsolado viudo mandó construir la que habría de ser la tumba más grande y hermosa del Valle de las Reinas. Se trata de un hipogeo (sepulcro excavado en la roca) de quinientos veinte metros cuadrados cuyos muros están recubiertos de espléndidas pinturas, que nos permiten hacernos una idea del aspecto físico que tenía Nefertari, ya que aparece retratada varias veces y además sin la presencia de Ramsés en ningún rincón del sitio, cosa insólita.

Fue el arqueólogo italiano Ernesto Schiaparelli el que descubrió el lugar en 1904, durante la primera de una docena de campañas de excavaciones que se iban a prolongar a lo largo de diecisiete años. Schiaparelli, que había estudiado en La Sorbona con el prestigioso egiptólogo Gaston Maspero (que era francés pero de familia italiana), dirigía la sección de antigüedades del Museo Egipcio de Turín, por entonces el segundo en importancia mundial tras el del Cairo, y en el trienio inicial exploró unas ochenta tumbas del valle, todas saqueadas ya.




También la de Nefertari lo había sido, aunque aún se encontraron piezas de su ajuar funerario como ushebtis (estatuillas momiformes con salmos para ayudar al difunto en la otra vida), brazaletes de oro y un pendiente griego de plata con forma de labrys (hacha de cabeza doble) que se ve lucir a la reina en uno de sus retratos. La momia no estaba; al menos entera, puesto que se recuperaron unas piernas que corresponderían a una persona de la estructura ósea y la edad de Nefertari al morir (se conservan en Turín).

En cuanto a la tumba en sí, se accede bajando una escalera que lleva hasta la antecámara, donde se pueden contemplar los primeros frescos. Temáticamente ilustran el capítulo 17 del Libro de los Muertos, mostrando en el techo una bóveda celeste con estrellas de cinco puntas, así como una pared oriental con Osiris y Anubis flanqueando la puerta a una cámara lateral que tiene representadas escenas de ofrendas. Antes, hay un vestíbulo en el que se ve a Nefertari compareciendo ante los dioses.



En el muro septentrional está el acceso escalonado -y con rampa central-, desviado hacia el norte del eje longitudinal, descendente hacia la cámara funeraria. Consiste ésta en una gran sala cuadrangular (noventa metros cuadrados) con otro techo astronómico sostenido por cuatro pilares. En su momento, el sarcófago de granito rojo que contenía los restos mortales de la reina se hallaba en el centro de la estancia, cuyas paredes también presentan decoración pictórica basada en el Libro de los Muertos (capítulos 144 y 116, sobre el viaje de los difuntos al más allá). La cámara dispone de tres anexos que sirvieron para acoger el ajuar.

Tamaño del hipogeo aparte, lo más impresionante son las pinturas. Por varias causas, empezando por el hecho de constituir una interesante fuente de documentación sobre la vida doméstica de Nefertari: la reina aparece jugando al sennet, de lo que muchos deducen que había un tablero con sus fichas que debió ser robado, y junto a Toth como si de una escriba se tratase, lo que ha llevado a suponer que estaba alfabetizada e incluso habría practicado la literatura.

Pero otra razón es la belleza artística en sí de la decoración pictórica, superior a la media y con la poco habitual particularidad de no plasmar a Nefertari con el característico estilo hierático egipcio sino con cierto naturalismo; es algo especialmente apreciable en el mural del juego de sennet, por ejemplo, pero también en los otros: en el rostro se aprecian arrugas de expresión, colorete en las mejillas, pliegues en el cuello… No llega al extremo del período amarniense, pero aún así resulta bastante atípico.

También ayuda que los colores mantengan su viveza gracias a una relativamente buena conservación, poco común en todo Egipto. Y eso que el cloruro de sodio de la roca que alberga la tumba, en combinación con los hongos, la contaminación bacteriana y la humedad que provocaban los visitantes, los fue degradando y por eso se hizo necesario intervenir ya en 1934. Desde entonces se sucedieron los intentos por atajar los problemas y en 1950 hubo que cerrar al público la QV66, permaneciendo así hasta 1977 sin que se apreciase mejoría.

En 1986 se acometió un estudio de las pinturas por parte de un equipo internacional que resolvió restaurar de las pinturas. Los trabajos empezaron dos años después, eliminándose la capa de polvo y hollín que las recubría, y concluyeron en 1992. No obstante, para evitar nuevos daños, se decidió restringir al máximo la entrada de curiosos. Así estuvo hasta que un lustro más tarde el gobierno egipcio ordenó su reapertura, admitiendo un máximo de centenar y medio de turistas a la vez en el interior.

Ante el peligro de que se reprodujera el deterioro, en 2006 se volvió a cerrar al público general, permiténdose únicamente un pequeño cupo de veinte personas que debían pagar tres mil dólares, dinero destinado a sufragar los gastos de mantenimiento, conservación y restauración. A finales de 2019 se impuso una tarifa de entrada de mil cuatrocientas libras egipcias (unos setenta y cuatro euros) o la adquisición del Premium Luxor Pass (ciento ochenta euros), que lleva incluida la entrada. La pandemia de covid, paradójicamente, habrá ayudado.







El tatuaje desde la prehistoria hasta nuestros días

 

El tatuaje desde la prehistoria hasta nuestros días
















El tatuaje ha cambiado mucho de un tiempo a esta parte. Clásicos como el corazón roto o atravesado, el ancla, el «amor de madre» o incluso la bailarina balinesa que decía Philip Marlowe en El sueño eterno han quedado atrás para dar paso a dragones, fecha de nacimiento de hijos, nombres de los familiares, motivos religiosos, retratos, símbolos egipcios, runas nórdicas, elementos geométricos o florales… La lista podría ser interminable porque, al fin y al cabo, este peculiar arte corporal lleva mucho tiempo entre nosotros, toda la Historia.

De hecho, desde antes. Aunque hay indicios de que quizá se practicara ya en el Paleolítico Superior (la figurilla teriomorfa del Hombre-León de Ulm y la de la Venus de Hohle Fels están recubiertas de dibujos incisos), hay que ceñirse a las pruebas materiales y, en consecuencia, la cronología se remonta hasta el cuarto milenio antes de Cristo. Hablamos, claro está, de Otzi: aquel infortunado hombre que falleció hacia el 3255 a.C. -en pleno Neolítico, pues- y cuyo cuerpo, congelado en los Alpes, estaba cubierto de tatuajes; sesenta y uno, para ser exactos.

No se trata de un caso único porque también se han encontrado momias tatuadas en todo el mundo antiguo, de Egipto (como mínimo desde la XI dinastía, caso de la momia de una sacerdotisa de Hathor llamada Amunet; hasta la etapa meroítica eran una exclusiva femenina) a América (los ejemplos más añejos que han llegado hasta hoy serían los de la Cultura Chinchorro, en Chile, en torno al segundo milenio a.C.), pasando por Asia (hallazgo de un cuerpo tatuado en Siberia datado hacia el 2500 a.C.). En total cuarenta y nueve sitios arqueológicos mundiales acreditan restos adornados.

Julio César dejó una descripción de los tatuajes pictos (¿o serían escarificaciones? ¿o simples pinturas?) en su Bellum Gallicum. Pero, en el mundo clásico, el sentido mágico, religioso y médico que tenía el tatuaje originalmente se fue transformando para adquirir un sentido más práctico. Griegos y romanos marcaban así a esclavos y criminales y, más tarde, en época bajoimperial, los legionarios también se aficionaron, aunque en general era una costumbre despreciada si se practicaba por mera decoración.

No ocurría igual en otros rincones de la Tierra. Es más, fueron regiones lejanas y exóticas las que reintrodujeron la moda en una Europa que en la Edad Media ya la había olvidado, manteniéndose solamente, a decir de algunos cronistas musulmanes, entre los escandinavos paganos de la Rus de Kiev y, si acaso, entre los anglosajones, cuenta la Gesta Regum Anglorum que por influencia normanda. A veces se culpa a la Iglesia de ser contraria -acaso por un decreto del emperador Constantino-, pero, al parecer, su punta de lanza durante dos siglos, los cruzados, también solían tatuarse; son otras religiones las refractarias, más bien, caso del Islam suní, el judaísmo o las ramas evangélicas.

El redescubrimiento del arte corporal llegó con la Historia Moderna y el encuentro entre el Nuevo Mundo y el Viejo. Algunos pueblos americanos se tatuaban, tanto en el sur (aunque se trataba más bien de pinturas, ya que no eran permanentes), como en el centro y norte, donde tenían un carácter ritual iniciático. Los exploradores y misioneros españoles dan cuenta de su presencia entre los indios de Panamá, Florida y Filipinas, mientras que franceses e ingleses los documentan entre los iroqueses, los osage y los inuit, siendo algunos miembros de estos últimos los que los mostraron a los europeos al ser traidos como curiosidades vivientes.

Precisamente América es el origen del tatuaje Haida, uno de los que se siguen practicando actualmente y que se caracteriza por una iconografía tribal. Procede del extremo noroeste del continente, la Columbia Británica (actual Canadá) y Alaska, donde habitaban respectivamente los indios haida y los kaigani, de los que ya hablamos en el artículo dedicado al potlactht y que no contactaron con el hombre blanco -el marino español Juan Pérez- hasta 1774. Artísticamente resultan familiares porque son los mismos -junto a otros de la costa Oeste- que creaban los coloridos tótems, máscaras de transformación y tejidos Chilkat.

Coloridos pese a que, en realidad, al arte tradicional haida sólo usa tres colores, el negro, el rojo y el azul; muy vivos, eso sí, y encajados entre líneas de dibujo muy gruesas. Sus motivos decorativos de cresta sumaban más de setenta, de la que hoy se siguen practicando una veintena, la mayoría con forma solar (la Casa del Sol era el lugar a donde iban los fallecidos en combate) o de animales (águila, cuervo, orca, oso…), si bien es muy habitual tatuar tótems multiformes.

Pese al descubrimiento de América, el tatuaje no empezó a calar entre los occidentales hasta el siglo XVIII y, más concretamente, tras los viajes de James Cook por Oceanía, cuando sus marineros (e incluso el científico Joseph Banks) adoptaron aquella costumbre que habían visto generalizada entre los polinesios y aborígenes de Nueva Zelanda. De hecho, una teoría dice que la palabra viene del tahitiano tatau, que significa golpear y a su vez deriva de ta-atua, traducible como dibujo espiritual en la pie; sin embargo, otra retrotrae su origen a la Inglaterra del siglo XVII, en la que se denominaría tap-too a un tipo de tambor.

En cualquier caso, la Polinesia poseía una milenaria tradición tatuadora, tan arraigada que se empezaba a practicar en la misma niñez, hacia los ocho años de edad, usándose no sólo como ornamentación sino también, y sobre todo, para una diferenciación visible de la jerarquización social (cuanto más profuso era el dibujo, mayor altura de clase). Por supuesto, había otras funciones como marcar el paso de la adolescencia al estado adulto o impresionar al enemigo en la guerra, algo típico de los maoríes, por ejemplo.

Hasta se diferenciaban los sexos, pues los tatuajes femeninos eran distintos a los masculinos, estaban hechos con más cuidado y no se aplicaban sobre todo el cuerpo sino únicamente en algunas zonas. Pese a todo, el contacto con los europeos supuso una decadencia del tatuaje durante el siglo y medio siguiente, ya que los misioneros lo consideraban un signo de barbarie. Es irónico que fuera precisamente un religioso, Karl Von Steinen, el responsable de su pervivencia al haber dibujado cerca de cuatrocientos modelos, sobre los que se ha basado la recuperación de la costumbre desde los pasados años ochenta.

Hablando de ironías, también lo es que el uso social de las pieles tatuadas en el Pacífico también en Occidente sirviera también en Occidente para algo más similar, aunque circunscrito a los estratos más bajos, los que nutrían el mundo del hampa, porque muchos delincuentes se enrolaban en barcos para huir de la Justicia y los condenados a las colonias penales de las Australia solían tatuarse a bordo con pólvora. Otros, como los marineros norteamericanos tras la Revolución, lo hacían para no ser reclutados a la fuerza por la Royal Navy, cuyos oficiales solían ignorar los Seamen Protection Papers que les eximían de ello.

Hubo que esperar hasta el siglo XIX para que apareciese el primer tatuador profesional registrado, un emigrante alemán en EEUU llamado Martin Hilldebrant, que abrió un estudio en Nueva York en 1846 y se hizo muy popular tatuandoa a los soldados durante la Guerra de Secesión. Shutter MacDonald fue el primer británico, en el Londres de 1894. Para entonces hacía tres años que el neoyorquino Samuel O’Reilly había inventado la máquina de tatuar, que puso fin al corsé del tatuaje en mundos estancos (ejército, hampa, circo…), ampliándolo a otros.

Fue también en la época decimonónica, concretamente durante la Era Meiji, cuando Japón proscribió los tatuajes. No está claro si, como en otros rincones del Sudeste Asiático, ya existían desde el Período Jōmon (prehistoria) o llegaron al archipiélago en el siglo X gracias a las rutas del comercio, pero, como en Europa, se extendieron primero en el ámbito de la Yakuza (crimen organizado) y después en la ukiyo (literalmente el mundo flotante, una subcultura urbana y hedonista que floreció a partir del siglo XVII), no empezando a adquirir carácter artístico hasta tiempos dieciochescos.

Demasiado tarde porque el emperador decretó su prohibición en 1868 con el objetivo de dar una imagen moderna del país, en el contexto del Bakumatsu o apertura al exterior que se inició en 1854. El resultado fue que los tatuajes quedaron asociados otra vez con la delincuencia hasta 1948 y por eso la Yakuza se convirtió en la más genuina y prototípica depositaria del tatuaje nipón, el conocido como Irezumi, que hoy en día tiene una gran demanda estilística a pesar del estigma de estar históricamente ligado a la Yakuza.

Por disponibilidad, el Irezumi original únicamente empleaba tinta negra, tono vinculado al duelo funerario. Ahora, por contra, tiene gran preponderancia la policromía, con un color rojo que simboliza vida, pasión y felicidad; un amarillo metáfora de la prosperidad (oro) y alegría (sol), aunque también puede serlo del engaño; un verde que representa la naturaleza y la juventud; un azul equivalente a suerte y fidelidad; un morado propio de la realeza; un rosa odentificado con la feminidad; y un blanco que plasma la verdad y la pureza. No obstante, negro y rojo son los más usados


Ese cromatismo se combina con el característico horror vacui del tatuaje japonés, cuyo sentido radica en que no está pensado para ser exhibido y, de hecho, en la mayoría de los sitios públicos es obligatorio cubrirlo. Aunque, para ser exactos, habría que hablar de tatuajes, en plural, puesto que el Irezumi no es más que una de las diversas modalidades, que incluyen el Horimono (tatuaje tradicional), el Ikakubori (el practicado por los criminales) y el Irebokuro (para la gente normal).

Si la interpretación de los colores se asemeja a la nuestra, no así los motivos: ryu (dragón), hebi (serpiente), okami (lobo), Akkorokamui (pulpo), ave Fénix, pez koi, calaveras, nubes, olas y otros tienen su significado especial, como pasa con los kanjis (letras que simbolizan conceptos). Más obvios son los samuráis y las geishas. Y, últimamente, se han incorporado nuevos elementos, de los que es inevitable destacar a los personajes de mangas y animes.

En fin, si, en la primera mitad del siglo XX fue toda una moda aristocrática lucir algún tatuaje (caso de los monarcas británicos Jorge V y Eduardo VII, el zar Nicolás II, el káiser Guillermo II, el rey español Alfonso XIII, etc), en la última década de esa misma centuria se produjo una inesperada eclosión y, ahora, ese tipo de arte no sólo se ha ramificado estilísticamente en docenas de variantes (hasta los hay veganos) sino que, a menudo, es un regalo que piden los adolescentes.




Matelotage, la unión civil entre piratas durante el siglo XVII

 

Matelotage, la unión civil entre piratas durante el siglo XVII















Históricamente, ha habido determinados entornos que, por sus especiales características, obligaban a la convivencia forzosa entre individuos del mismo sexo; es lo que pasaba en el mundo militar o el naval, en los que los hombres podían permanecer meses o incluso años lejos de la presencia de mujeres. En tales casos, no era inusual que se generasen relaciones intermasculinas que solían implicar la práctica de sexo, pero que a veces iban más allá, incluso hasta una unión civil con contrato. Es lo que en el mundo de la piratería caribeña del siglo XVII se institucionalizó bajo el nombre de matelotage.

Matelotage es una palabra que viene del francés matelot, que significa marinero; algo casi lógico, teniendo en cuenta que muchos piratas del siglo XVI empezaron sus andanzas en el Caribe como bucaneros, es decir, cazadores de cerdos y vacas salvajes que ahumaban la carne y la piel (proceso denominado bucán, término caribe alusivo a la parrilla) para luego vendérsela a los barcos, y a menudo eran de origen normando. Posteriormente, solían reconvertirse o, al menos, compatibilizar esa actividad con el filibusterismo, más lucrativo y en teoría menos expuesto a las expediciones de castigo de España.

De hecho, algunos de los más famosos de aquellos fuera de la ley procedían de Francia: desde que el corsario Jean Fleury pasara a la Historia por haber robado el tesoro de Moctezuma durante su traslado a España, se sucedieron nombres como Jean David Nau (más conocido como François l’Olonnais, es decir, el Olonés), Emanuel Wynne, Michel Etchegorria le Basque, Michel de Grandmont o Alexandre Olivier Exquemelin (autor de un libro autobiográfico fundamental para saber sobre el tema). A ellos podrían sumarse los que trabajaban bajo patente de corso, caso de Jean Ango, Jean-François de La Rocque de Roberval, François Le Clerc (alias Jambe de Bois, o sea, Pata de Palo), Guillaume Le Testu o Jacques de Sores.

El bucanero, cuadro de Howard Pyle (1905) / foto dominio público en Wikimedia Commons

En suma, no era extraña la terminología marinera gala en la zona occidental de La Española, donde operaban al principio, y en las célebres islas de la Tortuga y Nassau más tarde. Fue en esas repúblicas piratas donde, en el siglo XVII, el luso Bartolomeu Portugués creó un corpus normativo para la Cofradía de los Hermanos de la Costa, organización surgida en la Tortuga que integraba a bucaneros y filibusteros. Ese reglamento, del que no se conserva ninguna versión escrita y nos ha llegado gracias a la tradición oral, vetaba la presencia de mujeres a bordo de los barcos.

Eso significaba que cada tripulación viajaría en condiciones similares a las de cualquier otro buque, ya fuera mercante o de guerra: con la perspectiva de semanas o meses sin más féminas que las infortunadas que cayeran en su manos. En realidad, la proscripción tenía algunas excepciones, pues a pesar del carácter libertario e igualitario del código de la piratería, no podía sustraerse a la mentalidad de otros tiempos y se refería sólo a las mujeres blancas, permitiéndose embarcar a otras o aquellas que se dedicasen activamente al negocio (como hicieron las británicas Anne Bonny y Mary Read o la francesa Anne Dieu-le-veut).

Incluso en tierra, el número de hombres superaba muy ampliamente al de mujeres y a menudo surgía la necesidad de una relación que fuera más allá de lo físico. Como decíamos al comienzo, hay precedentes históricos, de los que el más obvio y conocido es el del Batallón Sagrado de Tebas. Era un cuerpo de élite de la Grecia del siglo IV a.C. que estaba formado por trescientos hoplitas. Lo singular estribaba en que todos los miembros formaban parejas afectivas, lo que, se suponía, incentivaba a cada soldado a combatir con más denuedo para proteger a su amante. Así lo explica Plutarco en su obra Pelópidas:

«Para varones de la misma tribu o familia hay poco valor de uno por otro cuando el peligro presiona; pero un batallón cimentado por la amistad basada en el amor nunca se romperá y es invencible; ya que los amantes, avergonzados de no ser dignos ante la vista de sus amados y los amados ante la vista de sus amantes, deseosos se arrojan al peligro para el alivio de unos y otros».



El Batallón Sagrado era una variante de la vieja costumbre helena, la relación entre un heinochoi (conductor, siempre de mayor edad) y un paraibatai (compañero, más joven) o, por emplear el vocabulario de Atenas, un erastés y un erómenos. En realidad no se trataba de algo limitado a Grecia sino frecuente en la Antigüedad, si bien había cierta tendencia a practicarse primordialmente en la nobleza y, más concretamente, entre los kourètes (integrantes de la clase ecuestre), tal cual pasaba también en Japón con los samuráis. El matelotage sería una versión moderna.

Con un extra, eso sí: su institucionalización formal a través de una especie de matrimonio civil. Ahora bien, la perspectiva de tanto tiempo sin sexo no fue la causa del matelotage. Los marineros de los siglos XVI y XVII solían asociarse con algún compañero de bandidaje para, al margen de la vida profesional, vivir juntos. Todo empezó como mero contrato económico y fue evolucionando; es difícil establecer si trascendía a menudo en el plano sentimental, pero en otros aspectos era una unión a todos los efectos, con un compromiso contractual de cuidarse mutuamente las heridas y enfermedades, combatir juntos, compartir beneficios y legar al otro sus bienes en caso de defunción.

Al cambio, el viejo aforismo de «en lo bueno y en lo malo», aunque la relación no era de igualdad total porque, como en el ejemplo griego, uno de los dos ejercía el papel fuerte y el otro el débil. Ello se debía a que el pirata solía elegir como compañero a algún criado o esclavo, generalmente un grumete muy joven , novato y deseoso de medrar (los protegidos de los capitanes solían ascender en el escalafón y el matelotage se extendía, pues, al proceso de aprendizaje, que duraba un par de años). Tampoco era raro que el filibustero ya estuviera casado con una mujer y el matelot pudiera sumarse, compartiéndola; por supuesto, eso no solía ocurrir en la mar, ya que, recordemos, en teoría nadie podía embarcar a su esposa.

No obstante, en tierra se reproducían los prejuicios y no se veía ese tipo de relación con tanta transigencia, entroncando con lo que pasaba en el mundo naval de todos los países. Y es que, de hecho, la costumbre no se limitaba al ámbito de la piratería sino que era practicada entre la marinería en general, aunque la Armada Española, la Royal Navy y otras castigaban con la horca a todos los marineros que eran acusados de homosexualidad, por lo que se aseguraban de que el matelotage, cuando se daba, quedaba restringido exclusivamente a la parte no sexual.

Al fin y al cabo, constituía una ruptura con los cánones de la sociedad de su época, que consideraba del todo inmoral aquella situación, probablemente hasta por encima del carácter criminal de sus practicantes. Por eso en 1645, cuando la Cofradía de los Hermanos de la Costa estableció un gobierno extraoficial en la Tortuga (tolerado por Francia porque favorecía la prosperidad de la isla), Jean Le Vasseur, gobernador entre 1640 y 1652, solicitó al gobierno francés el envío de millar y medio de prostitutas para que los marineros dispusieran de un número suficiente de mujeres que les evitase la práctica del matelotage.


Lo cierto es que lo practicaban algunos de los piratas más destacados: el inglés Robert Culliford, cuyas correrías por el Índico rivalizaban con las del capitán Kidd, tenía como matelot a John Swann, al que se le dedicó el apelativo de «gran consorte»; Bartholomew Roberts estuvo a punto de provocar un motín en su contra cuando en un acceso de ira mató al matelot de uno de sus hombres, pero el mismo Roberts tenía como favorito a John Walden, apodado Miss Nanney; las reseñadas Anne Bonny y Mary Read también formaron pareja, aunque no está claro si contractualmente o de hecho y, de todos modos, ambas dependían de un tercer individuo, Jack Calico Rackham.


Dado que todos éstos eran británicos y que los expresivos motes parecen indicar una relación más allá de la meramente económica, resulta procedente añadir que el vocablo inglés equivalente a matelot era bunkmate, o sea, compañero de litera. Sí era francés Louis Le Golif, pirata protagonista de un manuscrito descubierto casualmente en Saint-Malo en 1944 y titulado Cahiers de Louis Adhemar Timothée Le Golif, dit Borgnefesse, capitán de la flibuste (Memorias de Louis Adhemar Timothée Le Golif, llamado Borgnefesse, capitán de filibusteros), donde cuenta su relación de matelotage con un tal Pulvérin, al que luego dejó por una de las prostitutas importadas en 1665 por otro gobernador, Bertrand D’Ogeron.

El problema de esa obra es que los historiadores la consideran una falsificación. En cambio, es auténtica la de otro galo, el ya citado Alexandre Olivier Exquemelin, Histoire d’avanturiers qui se sont signalez dans les Indes. Exquemelin fue un médico contratado bajo engaño por la Compañía de las Indias Occidentales en una modalidad denominada engagisme (una especie de aprendizaje en un duro régimen similar a la servidumbre, sin apenas derechos), que se enroló luego con Henry Morgan cuando su mentor no quiso atenderle durante una grave enfermedad y posteriormente él mismo adoptó un matelot. Dice Exquemelin:

“Es la costumbre general y solemne de todos ellos buscar un camarada o compañero, a quien podríamos llamar socio, con el que se unen todo el stock de lo que poseen.”

De las palabras del galeno filibustero no parece desprenderse ningún uso sexual. E. T. Fox, en su Pirates in their own words, donde reseña el caso documentado de Francis Rees y John Beavis en 1699, lo sintetiza para acabar:

«Matelotage era un acuerdo o vínculo entre dos hombres para compartir todo en común, desde comida y bebida hasta dinero y, a veces, mujeres. Se ha sugerido, virtualmente pero sin pruebas en realidad, que el matelotage incluía además un elemento homosexual. No es improbable, por supuesto, que algunos piratas fueran homosexuales, pero lo mismo pasa con cualquier grupo profesional y no hay razones para suponer que el matelotage fuera de alguna manera significativa preferentemente homosexual…»











 


 

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