QV66, el hipogeo más bello del Valle de las Reinas y tumba de Nefertari
A esta Nefertari no hay que confundirla con otros personajes homónimos del Imperio Nuevo, como la mujer de Tutmosis IV (que fue un siglo y cuarto anterior), o Ahmose-Nefertari, hija de Sequenenre Taa y madre de Amenhotep I (que vivió casi trescientos años antes). La que nos ocupa se distingue de las otras por varias cosas, empezando por el título principal vinculado a su nombre, Meritenmut, que se traduce como «Amada de Mut«. Aclaremos que Mut era la diosa madre egipcia, esposa de Amón, y que Nefertari significa «Bella Compañera«.
También se diferencia por el poder de que llegó a gozar, ya que sólo reinas predecesoras como Hatshepsut y Tiy, o posteriores como Tausert y Cleopatra, se le pudieron comparar en ese sentido. Hasta tal punto fue así que incluso llegó a negociar un tratado de paz con los hititas, el de Qadesh, para lo cual intercambió correspondencia con Puduhepa, la esposa del emperador Hattusilli III. De hecho, Ramsés II siempre la tuvo a su lado y en el citado templo mandó inscribir una significativa glosa: «Una obra perteneciente por toda la eternidad a la Gran Esposa Real Nefertari-Meritenmut, por la que brilla el Sol«.
Sin embargo, se sabe poco de ella. Al menos de sus orígenes, que eran nobles con toda probabilidad, según se deduce del hallazgo en su tumba de un cartucho con el nombre de Ay, hija del usurpador Horemheb, de quien quizá sería nieta o bisnieta y, por tanto, estaría emparentada con la XVIII dinastía. También hay quien aventura que podría haber sido hija de Tandyemy, de quien se ignora si era hija de Horemheb y se aventura que acaso se casara con Seti I, lo que significaría que Nafertari sería hermana o hermanastra de su propio marido, Ramsés II (una práctica habitual entre los dirigentes egipcios).
Esta última teoría se apoyaría, entre otras cosas, en que ambos se casaron siendo aún adolescentes, antes de que él sucediera a su padre e incluso de ser asociado al trono por éste. Eso sí, Ramsés ya tenía una esposa desde hacía un par de años, Isis-Nefert, de la que tampoco se sabe mucho y que encima pasó a un segundo plano, a pesar de que fue quien dio a luz al que mucho tiempo después -debido a la longevidad de su progenitor- sería el heredero: Merenptah (que contrajo matrimonio con su hermana pequeña Isis-Nefert II y ambos tuvieron al futuro faraón Seti II).
Se ignora el año de nacimiento de Nefertari, pero los cálculos apuntan a que rondaría los quince cuando también alumbró a su primer hijo Amenherjepeshef, al que siguieron otros ocho como mínimo. Cabe señalar que, en su larguísima vida (noventa y tres años), Ramsés II llegó a engendrar más de un centenar y medio de vástagos con sus decenas de reinas (aparte de las citadas, hubo otras cinco, entre ellas dos de sus propias hijas), esposas y concubinas.
Si se ignora el natalicio de Nefertari, en cambio parece haber cierta unanimidad historiográfica en la fecha de su muerte: en el año 1255 a.C., cuando su edad rondaría los cuarenta o cincuenta años y Ramsés llevaba veintiséis gobernando. Suele calcularse basándose en que el templo de Hathor, en Abu Simbel, fue inaugurado por el faraón en el vigésimo quinto año de su reinado y no lo hizo acompañado de ella sino de otra Gran Esposa Real, su hija Meritamón. Asimismo, al monumento le faltaba aún una década para ser concluido y cuando por fin se terminó fueron añadidas inscripciones reseñando el óbito de Nefertari.
Por tanto, ella no lo llegó a ver en todo su esplendor, a pesar de estar dedicado a su persona. A cambio, el desconsolado viudo mandó construir la que habría de ser la tumba más grande y hermosa del Valle de las Reinas. Se trata de un hipogeo (sepulcro excavado en la roca) de quinientos veinte metros cuadrados cuyos muros están recubiertos de espléndidas pinturas, que nos permiten hacernos una idea del aspecto físico que tenía Nefertari, ya que aparece retratada varias veces y además sin la presencia de Ramsés en ningún rincón del sitio, cosa insólita.
Fue el arqueólogo italiano Ernesto Schiaparelli el que descubrió el lugar en 1904, durante la primera de una docena de campañas de excavaciones que se iban a prolongar a lo largo de diecisiete años. Schiaparelli, que había estudiado en La Sorbona con el prestigioso egiptólogo Gaston Maspero (que era francés pero de familia italiana), dirigía la sección de antigüedades del Museo Egipcio de Turín, por entonces el segundo en importancia mundial tras el del Cairo, y en el trienio inicial exploró unas ochenta tumbas del valle, todas saqueadas ya.
También la de Nefertari lo había sido, aunque aún se encontraron piezas de su ajuar funerario como ushebtis (estatuillas momiformes con salmos para ayudar al difunto en la otra vida), brazaletes de oro y un pendiente griego de plata con forma de labrys (hacha de cabeza doble) que se ve lucir a la reina en uno de sus retratos. La momia no estaba; al menos entera, puesto que se recuperaron unas piernas que corresponderían a una persona de la estructura ósea y la edad de Nefertari al morir (se conservan en Turín).
En cuanto a la tumba en sí, se accede bajando una escalera que lleva hasta la antecámara, donde se pueden contemplar los primeros frescos. Temáticamente ilustran el capítulo 17 del Libro de los Muertos, mostrando en el techo una bóveda celeste con estrellas de cinco puntas, así como una pared oriental con Osiris y Anubis flanqueando la puerta a una cámara lateral que tiene representadas escenas de ofrendas. Antes, hay un vestíbulo en el que se ve a Nefertari compareciendo ante los dioses.
En el muro septentrional está el acceso escalonado -y con rampa central-, desviado hacia el norte del eje longitudinal, descendente hacia la cámara funeraria. Consiste ésta en una gran sala cuadrangular (noventa metros cuadrados) con otro techo astronómico sostenido por cuatro pilares. En su momento, el sarcófago de granito rojo que contenía los restos mortales de la reina se hallaba en el centro de la estancia, cuyas paredes también presentan decoración pictórica basada en el Libro de los Muertos (capítulos 144 y 116, sobre el viaje de los difuntos al más allá). La cámara dispone de tres anexos que sirvieron para acoger el ajuar.
Tamaño del hipogeo aparte, lo más impresionante son las pinturas. Por varias causas, empezando por el hecho de constituir una interesante fuente de documentación sobre la vida doméstica de Nefertari: la reina aparece jugando al sennet, de lo que muchos deducen que había un tablero con sus fichas que debió ser robado, y junto a Toth como si de una escriba se tratase, lo que ha llevado a suponer que estaba alfabetizada e incluso habría practicado la literatura.
Pero otra razón es la belleza artística en sí de la decoración pictórica, superior a la media y con la poco habitual particularidad de no plasmar a Nefertari con el característico estilo hierático egipcio sino con cierto naturalismo; es algo especialmente apreciable en el mural del juego de sennet, por ejemplo, pero también en los otros: en el rostro se aprecian arrugas de expresión, colorete en las mejillas, pliegues en el cuello… No llega al extremo del período amarniense, pero aún así resulta bastante atípico.
También ayuda que los colores mantengan su viveza gracias a una relativamente buena conservación, poco común en todo Egipto. Y eso que el cloruro de sodio de la roca que alberga la tumba, en combinación con los hongos, la contaminación bacteriana y la humedad que provocaban los visitantes, los fue degradando y por eso se hizo necesario intervenir ya en 1934. Desde entonces se sucedieron los intentos por atajar los problemas y en 1950 hubo que cerrar al público la QV66, permaneciendo así hasta 1977 sin que se apreciase mejoría.
En 1986 se acometió un estudio de las pinturas por parte de un equipo internacional que resolvió restaurar de las pinturas. Los trabajos empezaron dos años después, eliminándose la capa de polvo y hollín que las recubría, y concluyeron en 1992. No obstante, para evitar nuevos daños, se decidió restringir al máximo la entrada de curiosos. Así estuvo hasta que un lustro más tarde el gobierno egipcio ordenó su reapertura, admitiendo un máximo de centenar y medio de turistas a la vez en el interior.
Ante el peligro de que se reprodujera el deterioro, en 2006 se volvió a cerrar al público general, permiténdose únicamente un pequeño cupo de veinte personas que debían pagar tres mil dólares, dinero destinado a sufragar los gastos de mantenimiento, conservación y restauración. A finales de 2019 se impuso una tarifa de entrada de mil cuatrocientas libras egipcias (unos setenta y cuatro euros) o la adquisición del Premium Luxor Pass (ciento ochenta euros), que lleva incluida la entrada. La pandemia de covid, paradójicamente, habrá ayudado.